Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 23 de marzo de 2012

Hada de los atrevimientos o el arte y su imperfección




Pasé dos años viendo cómo los curadores y museógrafos preparaban una exposición de la artista dominicana Ada Balcácer. Con la seriedad y perseverancia que exigen las tareas intensas, rastrearon su copiosa producción y fueron sumando agudezas hasta dar con los sentidos de ese universo creador. ¿Resultado? Seis décadas de experimentar y vivir interpelaron al visitante en la exposición Alas y raíces: Ada Balcácer, presentada por el Centro León hasta el 12 de febrero pasado.
Fin de la introducción. Ahora me confieso: Nada produce tanta satisfacción como no ser un especialista.
A lo largo de esos dos años, me estuve preguntando con la soltura que permite la condición de lego por qué me atraían tanto algunas de las obras firmadas por esa hada de los atrevimientos. Algo aportaban a una explicación posible el osado manejo de la luz, la manipulación de los planos espaciales, el poderoso trazo gráfico y la fuerza de ese color tan tropicalmente propio. Pero, con todo y su peso, tales razones no me alcanzaban para llenar la pregunta: ¿Por qué el resultado convertido en arte parecía tan tocado por el alma imprecisa de lo caribeño?
La respuesta (mi respuesta) llegó como se construye cualquier noción: gracias a un enhebrar de conexiones disímiles que la curiosidad termina por hacer coincidentes.
La primera señal debió llegarme la mañana en que encontré a Ada, pincel en mano, restaurando un cuadro que había pintado cuatro décadas antes. No pude entender, sin embargo,  por qué aquella visión debía de ser una señal hasta meses después, cuando la propia artista y el escritor Andrés L. Mateo condujeron un panel en el Centro León acerca de la serie de mitos dominicanos que Ada Balcácer recreó durante las décadas del sesenta y setenta.
Elegir los mitos como tema fue en la artista una comprometida formulación de pertenencia durante un período en que la sociedad y la cultura dominicanas habían entrado en una decisiva etapa de reconfiguración. Esa era una explicación irrebatible para entender las intenciones sociopolíticas de la creadora. Pero, ¿habría otra razón conectada con el acto mismo de crear? La pregunta fue respondida por otra: ¿Qué es un mito?
El mito, en su esencia, es lo inacabado; una construcción simbólica de los orígenes y del ser cultural que escapa a cualquier límite. Representación abierta, el mito puede adoptar las formas que los diversos contextos y momentos exijan. Ada Balcácer plasmó su (no la) imagen del Bacá, aquella que podía servirle para expresar un tiempo y un espacio suyos, y lo había hecho a partir de una propuesta tan atrevida como el propio mito, razón por la cual todos terminamos por sentirnos incluidos en su personal gesto creador. Había llegado la segunda señal.
Como el mito, las obras de Ada poseen la imperfección que es inherente a lo inacabado, a lo que está lejos de concluir, y lanzan un reto al presente para que agregue algo nuevo: un trazo posible, una silueta no percibida antes, una interpretación más. Y, justo con la palabra concluir, me llegó la tercera señal. Recordé una definición del infaltable Joel James, para quien la cultura del Caribe es “lo inconcluso, pero no lo inconcluso que está por concluir, sino lo inconcluso que concluye constantemente en una nueva formulación de inconclusión. O sea, lo inconcluso como una zona de estar del espíritu”. Pues por eso la obra de Ada Balcácer me resulta tan caribeña.
Como si no viviéramos un nuevo siglo cuajado de tecnología y contaminaciones, todavía se escucha a los puristas clamar de vez en cuando por un regreso a la armonía, el equilibrio y la perfección como única manera de regenerar el arte contemporáneo. Es curioso porque quizás la mejor herramienta a disposición del arte para involucrar a los hombres de cualquier época, presente o futura,  radique en su humana imperfección, en esa inconclusión que (por viva) anda muy lejos de la armonía inherente a lo terminado. Pero esa es una madeja complicada y lo mejor será que la desembrolle el lector. A Dios gracias, yo no soy un especialista.
Foto: José Enrique Tavárez

viernes, 9 de marzo de 2012

La brutalidad interna del producto




Ocurrió en la esquina de casa. Cuatro adolescentes asaltaron a un joven en plena tarde y huyeron sobre dos pequeños motores. El joven sufría su segundo asalto en apenas horas. Ciego de furor, logró abordar su vehículo, perseguir a los ladrones y embestirlos con tal violencia, que dejó a tres de ellos instantáneamente muertos sobre el pavimento.
¿Terrible, no? Pues solo es un detalle en esa trama de violencia que viven día a día las calles dominicanas. De las personas con las cuales he hablado sobre el suceso (casi todas cultas, leídas), como mínimo el noventa por ciento aprobó entusiasmada la reacción del joven. Probablemente la inmensa mayoría de la población nacional opine así mismo: Tomarse la justicia por su mano no solo es correcto, sino que además merece aplauso.
No creo necesario explicar lo que significa esa manera de pensar para la salud de cualquier grupo social. Y ya ven, tampoco me es posible condenarla a rajatabla. Ese joven, que pudo ser mi hijo o usted mismo, es otra víctima de la impunidad conveniente, una enfermedad fomentada desde el afán de poder y dinero que roe los huesos de la sociedad dominicana. En este caso, el furor incontrolable de la víctima convertida en victimario brota de una desoladora indefensión y se dimensiona a través de la impotencia. Él sabe (como sabemos todos) que esos jovencísimos delincuentes operan a la luz del día, pistola en mano y con la complicidad de los agentes policiales. Solo cuando no pagan a tiempo o cuando se hacen demasiado notorios, la institución llamada a mantener el orden los ajusticia a través de los famosos “intercambios de disparos”, que les impiden ser sometidos a la justicia y, por tanto, la oportunidad de revelar las interioridades de ese contubernio rateril.
La impunidad conveniente, transformada en pragmatismo social, es la más fértil fuente de violencia generalizada. Se sabe que el transporte público dominicano es de pésima calidad, abusivo y hostil; pero nadie quiere echarse en contra a los empresarios del transporte disfrazados de sindicalistas. Se sabe que los políticos van a los cargos públicos a enriquecerse, que muchos de ellos están vinculados a los viajes ilegales hacia Puerto Rico, la droga o el lavado de dinero; pero nadie quiere enfrentar un sistema de caudillos que, salvando las distancias, difiere muy poco de las prácticas que tipificaron a Desiderio Arias y compañía… Casi lo mismo podría afirmarse sobre la seguridad social, la educación, la salud y tantas otras áreas de la estructura social dominicana.
Cada uno de los últimos años, el Gobierno de la isla nos ha mostrado en un rapto de alborozo cómo crece el Producto Interno Bruto nacional, mientras la crisis afuera no respeta ni al pipisigallo. El juego de ocultos proviene de asumir que entre ese crecimiento y el desarrollo de la sociedad existe una relación automática. Si vamos creer en las cifras absolutas, Cuba exhibía uno de los crecimientos del PIB más notables y la menor inflación en América Latina durante los años cincuenta. ¿Cómo se explica entonces el entusiasmo con que la inmensa mayoría de la sociedad cubana respaldó el delirio transformador de la revolución a finales de esa década?
Regresando al territorio nacional, fue una situación de descreimiento, escepticismo e impunidad semejantes la que usufructuó Trujillo cuando capitalizó el poder dominicano a finales de los años veinte del siglo pasado. Son esas mismas situaciones las que capitalizan hoy los líderes populistas latinoamericanos para vender utopías que, curiosamente, solo resultan alcanzables si ellos se mantienen en el poder.
Cuando las cifras macroeconómicas no se leen solamente en términos absolutos, sino desde la perspectiva de la inequidad, la desprotección, la corrupción y la negación de derechos, entonces se hace visible con toda su fuerza la brutalidad interna del producto. Porque, si el equilibrio social no existe y el contrato colectivo quiebra, lo único que queda es la opción individual; esto es, arremeter contra la impotencia, no importa lo que ocurra luego. ¿Estamos advertidos?

Foto: Karenia Guillarón