Lo primero
que constaté al llegar a la República Dominicana en marzo de 1998 fue que los
dominicanos hablaban cantando. Tiempo después, mi segunda conclusión ya resultó
un poco más trabajosa, aunque igual de contundente: contrario a lo que suele
afirmarse, entre la cultura cubana y la dominicana existen diferencias inmensas… comenzando por las palabras y
sus sentidos.
En el relato “A. M.”, primer premio en el
Concurso Iberoamericano de Cuento convocado por Casa de Teatro en 2001, hay
constancia de lo decisivas que pueden llegar a ser las palabras. Allí, un
cubano recién llegado consigue trabajo vendiendo folletos de medicina naturista
en las guaguas públicas de Santo Domingo… donde no tarda en tropezar con el
desacomodo de las palabras: «[…] aprendí
que la papaya había cubierto la putería de su masa con el casto título de
lechosa; la noble malanga ganaba punta y terminaba en yautía; la pimienta
dulce, tan de mi gusto mosquita muerta, prefirió la vulgaridad de ser
malagueta; la guitarrera naranja había tomado la contraseña exótica de china,
tan falta de imaginación que ni siquiera llegaba al juguetón chinola; el
boniato, dulce y buena gente hasta en sonido, ganó en batata arrogancia
musical... y así, con la marcha de los días, fui cruzando un puente de palabras
[…]».
Era la
lengua del desconcierto. Cuando en 2007 el relato ya había sido publicado por
la editorial Norma como parte del libro Tres,
eran tres, hacía un par de años que venía lidiando yo con la pregunta: ¿Y qué
viene ahora? La respuesta era siempre la misma: el más denso y anonadante desconcierto.
Desde 2005 y hasta 2012 escribí decenas de bosquejos de cuentos que eran solo impulsos,
voces que yo echaba sobre el papel sin saber adónde conducían. Mostraban un
solo –y doloroso– elemento en común: vivían en el puro presente, sin vocación para contar
el pasado.
No era solo un
asunto de palabras, claro, sino de mecanismos culturales para dialogar con la
realidad. Todo lenguaje es una manera singular de entender, subjetivar y
recrear la vida. Enfrentarse a una nueva perspectiva para nombrar las cosas, impone
la desagradable constatación de que el mundo no es exactamente como creíamos, y
esa realidad hasta entonces oculta trastorna nuestros anteriores criterios,
valores y seguridades. Aquellas narraciones
deshilvanadas eran los agentes de un conflictivo proceso de hibridación; intentaban
una búsqueda en el nuevo medio dentro del cual me desenvolvía; tanteaban
posibilidades de fusión y mezcla que permitieran fecundar la lengua del
desconcierto.
Debieron
ser muchos los elementos que participaban en ese proceso. Tengo absoluta
conciencia de tres.
Primero, los estudiantes
universitarios a quienes dizque yo debía enseñar el español “correcto”, mientras
con ellos iba aprendiendo a paladear la lengua de las calles dominicanas, esa que
no precisa autorización de las academias para apropiarse de cuanto le dé la
gana y engarzar una comunicación tantas veces deslumbrante.
Segundo, un arte
contemporáneo en el que artistas y curadores dominicanos mezclaban con total
soltura y falta de prejuicio una infinidad de soportes y códigos disímiles, a
veces contradictorios, para adelantar procesos colectivos de resignificación
que buscaban cuestionar la mirada del otro, retarlo a que abandonara la cómoda
posición del espectador.
Tercero, los artistas populares que, a través de un consistente bombardeo
creativo, me permitieron descubrir el elemento clave en la vida del dominicano:
lo insólito, ese núcleo en torno al cual se define la realidad social del país:
desde el transporte público hasta la política; desde las rutinas para el amor
hasta las maneras de crear o divertirse.
Y con la conciencia
de lo insólito, las narraciones que tan distantes habían parecido entre sí encontraron
un punto de reconocimiento. En todas, algo inesperado obliga a una lectura
diferente y sorpresiva de la realidad. Aquí, un pájaro azul camina por las
paredes de una habitación familiar. Allí, un quieto poblado campesino ve nacer
un cíclope. Más allá, un misterioso ronquido cambia la vida de los habitantes
en un barrio capitaleño. Todavía después, alguien amenazado por una enfermedad
mortal cree poder escuchar el peculiar sonido interior de las cosas y de los seres
vivos… en fin, las nueve narraciones que forman El arma secreta se convirtieron, al menos para su autor, en un gozoso
entrecruzarse de códigos que ya no eran cubanos ni dominicanos, sino un
lenguaje distinto, y por eso mismo capaz de abordar las más exigentes dimensiones
expresivas.
La lengua
del desconcierto se disipaba y nos hacía dueños de una revelación: los verdaderos
tesoros podían no estar allá lejos, donde nuestro arrojo supuso que debía
conquistarlos, sino ahí al ladito mismo, en nuestra más palmaria cotidianidad. Y
ya que de cotidianidad hablamos, termino con una anécdota.
Hace tres
semanas, casi diecisiete años después de aquel marzo de 1998 en que llegué a la
República Dominicana, fui a un The Home Depot en Miami. Buscaba unos tornillos
con sus respectivas arandelas y quedé anonadado frente a aquellos estantes
inmensos, preguntándome cómo era posible que existiera tan bárbara cantidad de
tornillos diferentes. Por fin un empleado se apiadó de mi pasmo y me preguntó
qué deseaba. Por el cantaíto al hablar, identifiqué que había tropezado con un coterráneo
cubano.
El hombre no
solo puso en mis manos lo que buscaba, sino que también me fue develando con
experta satisfacción el alma intrincada de los tornillos. Los había de carácter
punzante o de personalidad roma; algunos tenían cuerpos dignos de
fisiculturistas y otros eran de apariencia débil aunque con una terrible tenacidad
para el agarre... Al final, el empleado me preguntó afirmando:
–Usted es dominicano, ¿verdad?
–¿Y cómo lo supo? –pregunté yo a mi vez.
Él sonrió con esa suficiencia de la que solo
un cubano es capaz y respondió:
–Porque habla cantando. ¿Y de qué parte de
Dominicana viene?
Y entonces, habiendo llegado mi turno, le
dije:
–De Cuba. Soy dominicano de Cuba.
Él siguió mirándome en silencio, quizás
preguntándose si tanta exposición sobre las entrañas fenomenológicas de los
tornillos me habría vuelto loco. Pero no quise explicarle. De seguro lo habría
confundido más si le hacía saber lo orgulloso que me había hecho sentir su
pregunta. Y no precisamente por los tornillos.
Ilustración: Hojas y ojos, de Mario Grullón. Óleo sobre tela, 75.6 x 153.2 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.
Ilustración: Hojas y ojos, de Mario Grullón. Óleo sobre tela, 75.6 x 153.2 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.
La presente entrada es un resumen muy apretado de la conferencia "El escritor híbrido y la lengua del desconcierto", leída el 6 de septiembre de 2014 en la tertulia Letras de la Academia, actividad que organiza la escritora Ofelia Berrido para la Academia Dominicana de la Lengua. Si desea leer la conferencia completa, puede hacer clic aquí.
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Miami, diciembre 5 de 2014
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Miami, diciembre 5 de 2014