De la Vega recorría las calles de Bayamo impenitentemente. En cualquier esquina daba una conferencia acerca del tema que sus burlones espectadores le propusieran o que se le ocurriera ese día. Cualquier tema, bien fueran las leyes de la Física o el inicio de la Historia. Para su estrafalaria y enrevesada erudición no había organización posible ni sintaxis suficiente, y quizás por eso nadie lo entendía.
No recuerdo demasiado bien su figura. Si miro a través de los ojos del niño que entonces yo era, lo veo viejo y enteco, de blanca y descuidada barba. Al contrario de los restantes locos bayameses, nunca lo encontré desarreglado. Ahora, no puedo asegurar que fuera aseado. Aunque le hacía comentarios para provocar su verborrea, igual que los demás muchachos, procuré siempre no estar demasiado cerca de él. De la Vega me infundía temor. Y no porque fuera violento, pero no sé... las palabras que usaba sonaban tan grandes y misteriosas...
Créalo usted o no, De la Vega era propietario de un periódico en un país donde la única prensa la publicaba el Gobierno. Salía a la calle repartiendo la mitad de una hoja tamaño carta que escribía por delante y por detrás… a mano y con lápiz. Lo imagino el día entero escribiendo una y otra vez el mismo mensaje para repartirlo en la prima noche. Ahora mismo, cuando se acerca en el recuerdo y me entrega la hojita, regresa también un agudo sentimiento de frustración. Por mucho que me esforzara en leer, no entendía nada de aquella jerigonza, y eso frustraba al escritor que yo soñaba con ser. Al final, me salía por la tangente: ¿Quién iba a preocuparse por un loco?
Así llegó el 12 de octubre de 1967. Era de tarde y yo estaba con un grupo de amigos en el parque de Bayamo, el lugar donde podíamos hablar con las muchachas sin que los padres y los hermanos varones se pusieran farrucos. De la Vega llegó por los lados de la tienda La Creación y se detuvo en la acera, sin cruzar hacia el parque. Habló desde allí en tono tribunicio, algo que no era habitual en él. Dijo: “Un día como hoy, hace cuatrocientos setenta y cinco años, desde la nao Santa María y asombrado por el maravilloso paisaje que se abría ante sus ojos, Rodrigo de Triana gritó: ¡Tieeeeeeeeerra! Y un día como hoy, cuatrocientos setenta y cinco años después, yo, De la Vega, mirando el paisaje que me rodea, grito: ¡Mieeeeeeeeerda!”
Esa vez sí creímos entender al loco elocuente que nunca sonreía. Y sin embargo, fue ese el momento en que menos le comprendimos. Ahora lo sé. Estaba comenzando entonces lo que en Cuba se llamó la ofensiva revolucionaria, un movimiento impuesto desde el Gobierno que arrasó de raíz con la propiedad privada sobre los medios de producción y servicios, incluso aquella que pudiera considerarse la más pequeña e irrisoria, para imponer una estructura centralizada y estatista que convirtió a los cubanos en siervos definitivos de una orientación política.
Es decir, se comenzaba a dictar definitiva sentencia de muerte por inmovilismo contra la economía cubana. Los años que corrieron entre 1968 y los primeros de la nefasta década del setenta fueron de enorme carestía para la población. Hasta que los soviéticos decidieron subvencionar a la isla que alguna vez fue llamada La Perla de las Antillas. Cuando el imperio soviético cayó derrotado por sus propias ineficiencias, en el arranque de los años noventa, solo quedó a la vista en Cuba el paisaje que De la Vega había calificado tan acertadamente frente al parque de Bayamo veinticinco años antes.
Ahora que recuerdo el episodio, me resulta imposible reprimir un sentimiento de pérdida. Quizás en aquellos periódicos escritos a mano que De la Vega repartía afanosamente por las calles estaban contenidas algunas de las premoniciones fundamentales de nuestro destino y nunca lo pudimos entender… Quizás, quién sabe.
Foto: Ana Azcona
Foto: Ana Azcona