Uno
Todos los
ojos están pendientes de él. Lo sabe. Lo tiene tan sabido al momento de hacer
contacto con la tabla del box, que solo dedica a los corredores un vistazo de
rutina. Su atención parece concentrada en las señas que repite una y otra vez la mano del receptor acuclillado; en estudiar esa forma que tiene el bateador de
inclinarse sobre el jon, como invitándolo a tratar la esquina de adentro.
Detalles. Al final, toda la suerte tenida o por buscar depende de la pelota
cuyo agarre él oculta dentro del guante; de la parsimonia con que detiene el
movimiento inicial de sus brazos, anclándolos sobre ambas caderas durante una
fracción mínima de tiempo, solo para dejar en claro quién gobierna el instante.
Así lo confirma el murmullo del público, que se encoge cuando él
balancea el pie izquierdo hacia atrás, afirma el peso del cuerpo sobre la
pierna derecha para concentrar el equilibrio y lanzarlo con todas sus fuerzas
en la pelota que verá regresar hacia sus ojos como una alucinante mancha
blanca, como un vertiginoso mensajero de la muerte.
Dos
Inclino el cuerpo hacia la
derecha en el momento que el bateador comienza el suin, como si estuviera
escrito en alguna parte que la pelota vendrá por el centro del terreno, y esa
anticipación me da la ventaja de dos pasos extendidos, uno con la pierna izquierda,
otro con la derecha. Cuando la inercia va empujando hacia el tercer y
decisivo paso, la pelota ya picó a la izquierda del lanzador y alarga un bote
furioso que volverá a picar junto a la almohadilla de segunda base, buscando
meterse en el cénter, si no fuera porque extiendo el brazo izquierdo y cierro
los ojos presintiendo la sensación gloriosa que produce el golpe de la pelota
dentro del guante. Lo demás será de rutina. Dar un salto, girar el cuerpo en el
aire superando la punzada en la cintura y tirar a primera base, hacia donde
avanza el corredor que ahora no veo...
–Tranquilo, no te muevas –dice una voz de mujer que enseguida tiene rostro. Uno negro y gordo que va apareciendo encima de mí como si brotara del zumbido.
–Tranquilo, no te muevas –dice una voz de mujer que enseguida tiene rostro. Uno negro y gordo que va apareciendo encima de mí como si brotara del zumbido.
Es el rostro que
cualquiera vería si fuera a soñar con una enfermera vestida de blanco. La única
persona a mano para preguntarle dónde estoy.
–Por fin despiertas
–ignora ella mi pregunta–. Sigue la punta de mi dedo –ordena mientras mueve
ante mis ojos la yema morada que traza un amplio no–. No te muevas que ahora
viene el médico.
Y me muestra su espalda
maciza. Se aleja despreocupada y yo quedo preso dentro del zumbido donde flota la voz de la mujer en retirada:
–Ah, y para la próxima,
por lo menos agacha la cabeza cuando veas venir la pelota.
y tres
Se fue levantando del balance en la misma medida que la pelota tomaba altura y el narrador chillaba "¡se va elevando... se va elevando... y la bola...!" Pero en ese momento todo volvió hacia atrás. El punto blanco de la pelota viajó en sentido inverso hasta chocar otra vez con el bate que retrocedía, y ese sonido en repetición, seco y desolador, penetró en su pecho como una puñalada de fuego. Sus manos se agarrotaron sobre la camisa beige que no había tenido tiempo de quitarse al llegar de la oficina, mientras iba inclinando el cuerpo hacia adelante y su boca agrandaba una dolorosa O.
Desde el suelo, presa de las últimas convulsiones, no pudo compartir la alegría del aficionado que en la pantalla del televisor daba carreras por las gradas del jardín izquierdo mostrando la pelota, testimonio del único jonrón que posiblemente capturaría en toda su vida.
y tres
Se fue levantando del balance en la misma medida que la pelota tomaba altura y el narrador chillaba "¡se va elevando... se va elevando... y la bola...!" Pero en ese momento todo volvió hacia atrás. El punto blanco de la pelota viajó en sentido inverso hasta chocar otra vez con el bate que retrocedía, y ese sonido en repetición, seco y desolador, penetró en su pecho como una puñalada de fuego. Sus manos se agarrotaron sobre la camisa beige que no había tenido tiempo de quitarse al llegar de la oficina, mientras iba inclinando el cuerpo hacia adelante y su boca agrandaba una dolorosa O.
Desde el suelo, presa de las últimas convulsiones, no pudo compartir la alegría del aficionado que en la pantalla del televisor daba carreras por las gradas del jardín izquierdo mostrando la pelota, testimonio del único jonrón que posiblemente capturaría en toda su vida.
Si deseea escuchar los textos en voz de su autor, haga clic aquí: Finalmente, la gloria.
Muy bien... Muy Pequeño. Saludos.
ResponderEliminarSaludos, Siempre me ha gustado su narrativa. veo que ya no esta en Dominicana. un abrazo y le deseo éxitos en esta nueva etapa de sus vida.
ResponderEliminarGracias, amigos. Por suerte, Juan Carlos, en el siglo XXI estar o no ha dejado de ser una razón física. No tengo modo de irme de República Dominicana porque sería como irme de mí mismo. Porque, ya ves, he quedado esclavo del cariño.
ResponderEliminarAsí mismo es.
EliminarAbrazos
El tema del béisbol hasta unos años era de los más discutidos en cualquier esquina de Cuba –hoy dicen que es el futbol- la imparcialidad del cuento es fundamental para que lo haya disfrutado tanto al leerlo. Cualquier hincha de Industriales o Santiago de Cuba, por solo poner dos ejemplos se identificarían al instante con el personaje de la historia.
ResponderEliminarCuando yo era adolescente (allá por la época en que los perros se amarraban con longaniza), el béisbol era el pasatiempos favorito de las mayorías. Adultos, adolescentes y nińos esperaban con entusiasmo los juegos de los eternos rivales, Licey y Escogido, que juntó a las Águilas Cibaeńas y las Estrellas Orientales daban sentido a largas horas de ocio. La ciudad de Santo Domingo cabía en un puńo, las cosas eran más simples y la gente...mucho más sana. Hoy día el béisbol me importa un ràbano. No así la buena literatura :) Gracias por el buen rato.
ResponderEliminarBuenisimo...
ResponderEliminarme ha encantado tu estrada
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