Así fundé yo esta
ciudad; lo hice sin planificarlo y de a poco, un chin hoy y otro mañana, porque
de que tomó su tiempo, lo tomó... eso puedo jurarlo. Y claro que cuando llegué ya
había calles allá afuera, lo mismo que edificios, moles y vehículos con gente yendo a cualquier parte, pero era igual
que si no estuvieran. Por mucho que luchara para hacerme un caminito entre las gasolineras,
los ciclistas, los parquímetros y los semáforos, nada… ni modo de hallar una sombra,
una brisita amable aunque fuera, así que no importaba si yo jamás de los
jamases había visto ese canal o aquella autopista elevada, el caso era que el
canal y la autopista me rebotaban para la ciudad de donde Él me expulsó… una
ciudad –y dígase porque es cierto– donde
nunca se ha visto un canal ni una autopista elevada… Pues ahí estaba yo, mascando
aire, viendo a los jomles empujar sus
carritos repletos de tereques, tan conformes con el paso de los días porque a
fin de cuentas las calles estarían siempre allí para ellos, y en algún momento debí
decirme esta vaina no puede seguir, no señor, y empecé a empatar lo que se daba
suelto. O al menos eso creo. ¿Cuándo supe, por ejemplo, que las torres del dauntaun están para que el horizonte
valga la pena y la ciudad no padezca la falta de montañas? Ni idea. Se me
ocurre que quizás empecé a entenderlo –de a chin, ya lo dije antes– en aquellos madrugones que me cayeron encima cuando conseguí trabajo
como aprendiz de jardinero y tropecé con el olor a palo, a tierra, a brote húmedo,
a la bruma que la última oscuridad de la noche esconde entre las casas de bloc, tan nítidas con sus parabólicas sobre
los tejados rojos y los carros quietecitos en los garajes. ¡Esos no eran los olores
que uno esperaría encontrar en el amanecer de un sitio tan dado al fantasmeo! Pero,
la verdad, cómo rayos iba a saber yo que en ese momento fundaba algo, si hasta
ignoraba por qué no hay forma de levantar la cabeza sin ver en el cielo un
avión que no es para nada un avión, por mucho que a uno así le parezca, sino una
maña de la ciudad para recordarte cuántos caminos tienes en caso de que quieras
irte… Yo nunca me fui. Nunca regresé a la ciudad de donde Él me expulsó, aunque
una época hubo en que los parientes y los amigos escribían cartas por un tubo y
siete llaves para decir que las cosas allá cambiaban, que ya Él no era dictador
sino presidente, que oyera las noticias porque todavía estaba a tiempo de volver
y estudiar para periodista, como quería yo de muchacho... Y no, dijeran lo que
dijeran, allá estaba Él, y con Él la cárcel, la sombra del chivato que no se te
descose del miedo, así que preferí quedarme y hacerle jardines a esta ciudad. Los
he hecho de día y de noche, inventando combinaciones de colores en los canteros
y colgando tarros hasta de las nubes; tirando grama como un orate y podando
árboles con los que no puedes equivocarte porque si los dañas te echan más años
de cárcel que por matar a un cristiano. En casas, parques, condominios,
oficinas, hoteles como este, donde quiera hay un jardín hecho con mis manos, y tanto
afanar solo para amansarle los caprichos a esta ciudad que se da difícil, donde
si te descuidas el sol te achicharra los sesos y al pie y medio de estar cavando
lo mismo puedes tropezar con un piso de rocas que con un manantial… En el fondo,
no deja de ser una jodida cosa que yo haya venido a comprender todo eso aquí, escondido
en el balcón de la madreselva que cae hacia el patio interior del hotel donde
los camareros bromean con los sequiúritis
mientras preparan la mesa enorme con un cartel detrás que dice bienvenido,
señor presidente en un español pintado de rojo. Un cartel que sus ojos ciegos
no verán. Como no verán la madreselva que sembré hace más de tres años para que
fuera un chorro de olor cayendo sobre el patio y limpiara el aire todo alrededor.
En esa época quién iba a imaginar este día y cómo de pronto lo único importante
será esperar el aviso de las voces allá abajo y apoyar el rifle sobre el muro,
deslizar sutilito el cañón entre las flores blancas de la madreselva y apuntar bien
para que mis manos de jardinero siembren una bala en su frente. Voy a disparar por
lo mucho que nos ha hecho sufrir y por mi hermano Carlín, eso puedo jurarlo.
Pero ahora sé que también va a morir porque, viejo y ciego como está, todavía tiene
la cachaza de venir a burlarse, a robarme una ciudad que tantos años me costó fundar.
Continúa y concluye en Ajeno final...
Ilustración: Foto de Maurice Sparks