Viene de la entrada anterior: Ciudades
Al apoyar el rifle
sobre el muro, una punzada en la cintura le reclamó las horas que llevaba agazapado
en el balcón. Vamos a lo que vinimos,
quiso darse ánimo, apartar de su pensamiento todo lo que no fuera apuntar con la
mayor precisión. Como había planeado tantas veces desde la noche anterior, adelantó
el cañón entre las claras hojas de la madreselva y buscó colocar la perspectiva
del disparo sobre el nacimiento de las cejas, pero la expresión del rostro
atrapado en la mira, más indiferente que desprevenido, suspendió cualquier emoción
que hubiera imaginado sentir en ese instante. Observó la figura sentada frente
a la mesa, allá abajo, que se le ofrecía en una inconcebible fragmentación. El escaso
y blanco cabello, los enormes espejuelos de pasta destinados a amplificar una
mirada inexistente, las comisuras de los labios hundidas en una patética –y hasta ahora no descubierta por él– expresión de tiburón triste, las manos muertas sobre
el mantel, a la espera de que el ayudante acabara de acomodarle la comida en el
plato. No encontró una relación plausible, adecuada para un momento como aquel,
entre los ojos ciegos, perdidos en lo alto, y las manos que comenzaron a
moverse torpemente, acarreando el alimento hasta la boca, mientras el resto de
los comensales en torno a la larga mesa blanca hablaban y reían y celebraban su
nombre –el Presidente esto, el Presidente aquello– como si vivieran en otra realidad, una donde los
granos de arroz y los pedazos de pollo no escaparan de los dedos del anciano ni
cayeran sobre la camisa blanca, la roja corbata, el saco azul. Intuyó que debía
rearmar la imagen tal y como su rencor la había conservado por tantos años, y enfrentó
aquella figura senil con el recuerdo de la voz agria y el condenatorio dedo
índice apuntando detrás del micrófono; repasó trozos implacables de sus
discursos, las fotos altivas que por décadas habían acompañado frases suyas en las
primeras planas de los periódicos; regresó la imagen de Carlín tirado en la
escalera, dejando ir su sangre hacia abajo, escalón por escalón; recuperó el
olor a creolina de los días en la celda común, esperando que llegara la hora de
la pelota para arracimarse en torno al radito de pilas y pescar la voz del
narrador entre los ruidos de la onda corta. Vamos
a lo que vinimos, intentó espolear otra vez su ánimo, y devolvió el centro
de la mira a la frente manchada de lunares pálidos que le facilitaba allá abajo
esa postura incoherente tan habitual en quienes no nacieron ciegos: el tronco
encorvado y el rostro levantado hacia el techo... Y nada, no consiguió
restituir una expresión despiadada al anciano que rompió a toser mientras el ayudante
se apresuraba para acercar un vaso con agua a sus manos. Tampoco encontró dentro
de sí restos de ira, ni siquiera ante el argumento de que aquel hombre no solo
lo había expulsado alguna vez del lugar donde nació, sino que ahora venía a
retarlo en esta otra ciudad. En vez del odio que supuso haría hervir su ánimo
en un instante como ese, le pareció que el gatillo del rifle palpaba la yema de
su dedo índice con una frialdad inexplicable, incluso absurda a la luz de la crucial
decisión que él estaba obligado a tomar. A
este viejo le queda una afeitada si acaso, pensó, y en una de esas
seguridades absolutas que llegan no más de tres o cuatro veces durante una
vida, comprendió que al contraer el dedo dispararía también contra todo lo que
hasta ese momento había sido su propio mundo y, de algún modo al mismo tiempo insólito
y natural, no tuvo la menor duda de que aquella ruina humana atrapada en la
mira era un poco él mismo, puede que su reverso, pero alguien personal e íntimo
a fin de cuentas. Disfrutó unos segundos la forma en que esa idea relajó los
músculos de sus hombros y respiró profundamente el aroma de la madreselva. Una
gran paz lo invadía en el momento que ap…
¿Sería tan amable, estimado lector, de agregar las tres palabras que faltan para concluir esta historia? Hasta donde alcanzo a ver, tres son también las posibilidades:
a) …apretó el gatillo.
b) …apartó el arma.
c) Cualquier
otra combinación a partir de ap… que
le parezca adecuada.
Gracias.
Ilustración: The Executioner, de Margarita García Alonso.
Qué bien, José, qué bien. Muchas gracias.
ResponderEliminarApartó el arma.
ResponderEliminarFélix Luis Viera
jaja, pequeño. Ambos finales me parecen muy buenos. Yo me decanto por el segundo. Abrazos.
ResponderEliminarSindo Pacheco
Aplicaba su teoría.
ResponderEliminar...en el momento en que... apartó el arma... y comenzó a vivir su propia vida...
ResponderEliminarMe quedo con la b)...apartó el arma. Gracias por compartir,Pequeño.
ResponderEliminarb)
ResponderEliminarExcelente relato. Y muy original la fórmula al final. Siento que apretara el gatillo y también cierta rabia, porque de manera muy sutil y malvada el autor me convierte en su cómplice. Bravo, Pequeño.
ResponderEliminarDe eso se trata, Teresa. Hay que dispararle al lector, moverlo de su comodidad. Que sepa aunque sea un poco lo mucho que uno muere cuando escribe estas cosas. Gracias.
EliminarUna gran paz lo invadia en el momento en que aparecieron ante sus ojos, como una pelicula contada alreves, cada una de las imagenes de aquella ciudad que habia construido, y que sin importar la decision que tomara en ese instante, ya seria suya para siempre.
ResponderEliminarapuntó hacia la pared...
ResponderEliminarapaciblemente, se acordo en aquella promesa de Jesus y decidió perdonarlo todo.
ResponderEliminarapaciblemente, decidió perdonarlo todo.
ResponderEliminarUna gran paz lo invadía en el momento que apareció ante su mira, el cuerpo de Carlín tirado en la escalera, dejando ir su sangre hacia abajo, escalón por escalón.
ResponderEliminarGracias por darnos la oportunidad de tomar nuestra propria decision. La mia siempre es pacifica aunque entiendo perfectamente la consequencia de esa decision.
ResponderEliminarGracias a usted, Raisa. De eso se trata, de asumir con cabeza propia nuestras lealtades y decisiones.
Eliminar... hasta que apareció un renacuajo gigante y se lo zampó de un bocado.
ResponderEliminarApareció una niña en la escena, y su dedo índice tembló.
ResponderEliminarHoy, he vuelto a leer su relato, no se porquê, Y, hoy, la historia me llevó al cine. A travês de la mirilla vi la película completa.Me dije "que buen relato para filmar" Y, la rabia que sentí hacia el autor aquel diciembre de otro año, cayó a los pies de la madreselva. No apreté el gatillo. Ahora los dos somos libres, Pequeño.
ResponderEliminarNo lo había pensado desde ese punto de vista, Teresa. Y sí, siendo un cuento que desarrolla una situación, admite la entrada de cortes que hagan flash back. Ya ve, Teresa, usted ha vuelto al cuento igual que el culpable vuelve al lugar del crimen. Quizás sea porque el autor nunca ha dejado de apuntarle, todavía con el dedo sobre el gatillo. O no, seguramente se debe a la excelente lectora que es usted y que honra a este pobre escritor.
ResponderEliminardefinitivamente, el autor tiene muy buena punteria, solo que seria un crimen perverso dar en el blanco. Gracias, Pequeño, por sus relatos que aun conmueven un año después.
ResponderEliminarQué cosas, Teresa, cómo la vida nos enseña que a veces es mejor fallar, no dar en el blanco. Soy yo el agradecido, sin tu lectura el texto habría dado quizás en el blanco, pero hubiera sido una diana triste.
ResponderEliminarPIENSO QUE MAS QUE CUENTISTA ERES POETA. ¡SALUD!
ResponderEliminarGracias, Teresa. Dice Ena La Pitu Columbié que llevo la vida entera tratando de no hacer poesía. En verdad creo que carezco de esa habilidad para jugar con las palabras que los poetas tienen de sobra. Yo necesito encadenar historias; ahora, eso sí, esas historias han ido teniendo cada vez más las raíces en el aire, en un mundo que no es ni realidad ni sueño.
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