Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Decapitación de Manolito el explotador



Barrio de la ciudad de Bayamo hoy
Foto: Osvaldo Gouyonnet


Nunca se llegó a saber qué era mayor en Manolito, si su mal genio o su buen corazón. Tampoco supimos de su condición explotadora hasta aquel día.

Antes de ese momento, Manolito fue un niño-adolescente con una impresionante habilidad manual y una viveza para aprender que a los dieciocho años lo convirtieron en talabartero con negocio propio, uno pequeñito en la calle Martí casi esquina a Figueredo. La pequeñez del negocio, sin embargo, no impidió que dos años después Manolito importara de Estados Unidos la mejor máquina de coser cuero que habría en Bayamo hasta los años ochenta, lo que no es un decir escaso porque estamos hablando de mediados de los cincuenta y Manolito apenas rebasaba los veinte años.

La década del sesenta y su carga de sucesos estremecedores para el país encontraron a Manolito casado, con una hija y casa propia. Mantenía aún el negocio de la calle Martí, igual de pequeño y ajetreado. ¿Debieron estos hechos llevarnos a identificar el corazón explotador que latía en Manolito? Bueno, las cosas no eran tan simples. Empezando porque su esposa no trabajaba en la calle y las monturas, botas, cinturones y tantas otras maravillas que Manolito sacaba del cuero alcanzaban también para contratar a una señora que ayudaba en los quehaceres de la casa. Visto así, no es fácil sostener que Manolito explotara a su esposa.

Para más defensa de nuestra inocencia, tampoco tenía Manolito empleados en su talabartería, a menos que consideremos como tal a un sobrino de diez años que solía llevarse hasta el negocio cuando no era día de escuela, con el pretendido deseo de que ayudara y fuera curtiéndose en los modos del trabajo, aunque la tal “ayuda”, en el caso del pequeño, no iba más allá de ponerse a jugar con las cajas de clavos, de manera que cuando Manolito necesitaba clavos de un cuarto, debía revisar todas las cajas hasta encontrarlos en la correspondiente a los de una pulgada.

Si a todo eso agregamos la satisfacción con que los clientes pagaban sus encargos ya terminados, deberíamos concluir que, según todo indica, Manolito era un explotador de sí mismo.

Así las cosas, estoy seguro de que los mayores (Manolito antes que nadie) esperaban lo que ocurrió el día ya mencionado al principio; ahora, para el sobrino fue un verdadero impacto. En el centro del grupo de hombres que bloqueó la puerta de la talabartería estaba Mayo, el vecino, solo que no traía el rostro risueño con que tantas veces había prometido al niño que sería la segunda base regular en el equipo del ICP cuando cumpliera los doce años. Ahora se veía sombrío y, ciertamente, no faltaron sombras en la voz con que gritó:

—Este negocio está intervenido en nombre del pueblo revolucionario.

Al día de hoy, todavía el sobrino tiene la impresión de que no eran cinco o seis los hombres que obstaculizaban la entrada de la luz mañanera, sino cientos, miles. Tanta fue su sorpresa que vino a despertar cuando ya Manolito había agarrado una chaveta en cada mano y respondía:

—Díganle al pueblo revolucionario que, si tiene cojones, pase y ocupe el negocio.

El sobrino se asustó. Él conocía muy bien aquel tono de voz bajo, reverberante; además, había visto a Manolito afeitarse con el filo de las chavetas ¡y sin jabón! Tras un instante de suspenso, Mayo hizo un gesto a sus acompañantes y, empujándolos con los brazos abiertos, los obligó a cruzar la calle Martí y detenerse en la acera de enfrente.

El resto de la mañana transcurrió a fuego lento. Manolito fue llamando a los clientes que tenían teléfono para que recogieran sus encargos, terminados o no, antes del mediodía, aunque solo unos pocos de ellos se atrevieron a entrar en el negocio bajo la hosca mirada del grupo apostado enfrente. Estoy muy seguro. Solo la vieja amistad que ese día terminaba impidió que Mayo llamara a la policía. Una vecindad que se extendía a los padres de ambos lo hizo mantenerse allí, a la espera de algo que no creo le resultara claro.

Cerca de la una, Manolito tomó al sobrino por el hombro izquierdo y lo condujo afuera. Luego cerró la puerta del que hasta ese día había sido su negocio, puso la llave sobre la acera y se fue sin mirar atrás, siempre conduciendo por el hombro al sobrino, que tampoco se atrevió a volver la mirada. En completo silencio doblaron la esquina de la ferretería que hasta hacía poco había pertenecido a los Landrove. Entonces Manolito murmuró:

—Esto se jodió, hay que ver cómo te sacamos del país.

—¿Y por qué, tío?

Manolito seguía mirando al frente. Guardó silencio dos, tres, cuatro, cinco segundos, y entonces:

—Porque, como tú, hay a quien le ha dado por jugar a poner los clavos en la caja equivocada.

En ese momento no lo entendí.