Rafael Duharte Jiménez:
formas
de fundar y morir
José M. Fernández Pequeño
Para Rafaelito y Elsa.
Hay muchas formas
de muerte. La más común, la que llega tras el último resuello, se ha apropiado del historiador Rafael Duharte Jiménez en Santiago de Cuba. Las manifestaciones
de duelo en las redes sociales no se han hecho esperar: hablan de su trabajo
como profesor, de sus investigaciones, de sus desvelos en la divulgación de la
historia santiaguera… Pero, si deuda grande tienen la ciudad y el país con
Duharte, esta pasa por sus esfuerzos en la gestión cultural.
Cuando logramos
fundar la Casa del Caribe, en 1982, se nos presentó un problema muy serio:
necesitábamos personas capacitadas, que lograran entender el proyecto, pero que
al mismo tiempo fueran organizadas. Joel James no lo era, al menos no en el
sentido burocrático, ni yo tampoco, ni menos Jesús Cos Causse. Todo el período
que antecedió a la irrupción de Las Noches Culturales de la Calle Heredia (1980)
y se alargó luego hacia el Festival de las Artes Escénicas de Origen Caribeño (abril
de 1981) estuvo repleto de chispazos, impulsos, asombros y descubrimientos. Bajo
la capitanía de Joel, nos fuimos encontrando versiones inusitadas de nosotros
mismos a través de las igualmente inusitadas expresiones culturales que se mostraban a nuestros ojos,
y cada posibilidad hizo visible otra posibilidad,
hasta que se creó la Casa del Caribe.
Una institución
que pretendía no solo mantener el festival, sino también aunar un tipo gestión cultural
poco común con la investigación sobre la cultura popular en el Caribe y crear
una revista capaz de expresar todo ese universo de certezas y suposiciones,
requería organización. Y en esa encrucijada, nadie tan idóneo como Rafael
Duharte, por entonces profesor de Historia en el Pedagógico de Santiago de
Cuba. Al momento de abrir la Casa del Caribe, no hubo la menor duda sobre la
pertinencia de Duharte para ocuparse del Departamento de Investigaciones. Él nos
había ayudado con la organización del evento teórico que nació dentro del festival (El Caribe que Nos Une) y había dejado más que clara su milimétrica capacidad
para la organización y su seriedad profesional. Por otra parte, desde hacía
años y de manera independiente, llevaba una investigación acerca de la
esclavitud en Cuba, con búsquedas de archivo centradas en casos muy específicos
y siguiendo los pasos de Pedro Deschamps Chapeaux, un trabajo que hoy puede ubicarse dentro de la microhistoria y la historia regional. Era, al menos por los asuntos de su interés, un
investigador no demasiado distante de las líneas que Joel ansiaba desarrollar.
Hoy es difícil
imaginar lo que fueron aquellos primeros años de la Casa del Caribe. Al no ser
un proyecto pensado por la rígida y centralizada estructura cultural cubana, no
aparecía en ningún plan y quedaba sujeto a la administración, siempre
renqueante, de la Dirección Provincial de Cultura en Santiago de Cuba. Éramos
un extraño caso de propuesta nacida desde la práctica, en la base cultural cubana
misma, y que Armando Hart, entonces ministro de Cultura y miembro del Buró
Político del PCC, había entendido conveniente apoyar. Esto nos generaba una
enorme inestabilidad: la revista Del
Caribe, cuyo primer número apareció en 1983, no tenía un espacio definido
de impresión y saltaba de poligráfico en poligráfico según un trayecto dictado
más por los contactos a nivel de “socios” que por una verdadera planificación
productiva; las instituciones intelectuales cubanas cuyo trabajo se relacionaba
con el Caribe (algunas tan poderosas como Casa de las Américas) nos miraban, en
el mejor de los casos, con suspicacia; tampoco estábamos en La Habana ni
teníamos a mano las redes oficiales de comunicación con el resto de los países
que forman el Caribe. Pero ya entonces sabíamos que estas dificultades irían desapareciendo
con los años y el trabajo. El principal problema era interno y recalaba
precisamente en el área de las investigaciones, es decir, aquella para la cual
llegó Rafael Duharte. Cierto que teníamos el apoyo de estudiosos e
investigadores externos tan disímiles como Olga Portuondo, Gladys González o
Ricardo Repilado, pero era necesario un frente de investigación estable dentro
de la institución, cuyo trabajo alimentara las acciones de gestión cultural y de
publicación.
Era un reto de
gran magnitud. Primero, por el objeto de estudio. Puedo decir que, aparte de
Joel, ninguno de quienes comenzamos en la Casa del Caribe éramos investigadores
de la cultura popular tradicional cubana y, menos aún, caribeña. No lo eran
Bernardo García ni Radhamés de los Reyes ni el propio Duharte. Cos Causse, ese
ser tan especial, no lo sería jamás. Julito Corbea se situaba en las
proximidades del territorio bajo investigación, pero sobre un tema muy
específico: el poblado del Cobre y la virgen de la Caridad. Otros lucharon para
reconvertirse, como José Millet y Rafael Brea. En cuanto a mí, el asunto era
fascinante, pero desde la perspectiva del escritor que entonces soñaba ser. Y luego
estaban los métodos. Si Joel fue, sin dudas, el intelectual más
importante en ese terreno de estudio durante la segunda mitad del siglo XX
cubano, se debe a una aproximación teórica donde resulta imposible determinar las
fronteras entre la ciencia, la reflexión filosófica y la creación literaria. Al
mismo tiempo, la experiencia de Joel como estudiante de Historia en la Universidad
de Oriente, anegada por el marxismo de manual y la actuación de comisarios
políticos tan obtusos como implacables, le generó un rechazo absoluto hacia la
investigación de corte académico. Echar a andar líneas de investigación fuertes
en esas circunstancias fue, ya lo dije antes, un reto.
El punto de
equilibrio en proceso tan complicado y tan nutrido de variables diversas, a veces
irreconciliables, fue Rafael Duharte, apoyado en su paciencia, su meticulosa
capacidad organizativa y su tino para moverse con la brújula de la cordura cerca
de ese maravilloso tornado de ideas y coraje que fue Joel James. Pronto el coloquio El Caribe que Nos Une se multiplicó en otros eventos científicos o artísticos, a veces puntuales, como el Coloquio Maurice Bishop in Memoriam o el Congreso Mundial sobre la Muerte, a veces dentro del propio festival, como el coloquio de arqueología que capitaneaba Jorge Ulloa o los encuentros de poesía. Todos encontraron en Duharte, por entonces subdirector de la Casa del Caribe, un organizador equilibrado y lúcido. Viéndolo desde hoy, tantos años después, cuesta entender cómo apenas una docena de personas podíamos llevar adelante todo aquel trabajo. Pero bueno, eran otros tiempos.
Y aquí me detengo. En la foto que encabeza estas líneas, Duharte y yo estamos en Baní, República Dominicana, junto al cartel que señala el lugar donde nació Máximo Gómez. Es noviembre de 1997 y ya en ese momento he informado a Joel mi intención de radicarme en la República Dominicana cuando regresemos a ese país, en marzo de 1998. Había trabajado dieciséis años seguidos en la Casa del Caribe. No sé cuántos estuvo allí Duharte, pero no fueron menos de veinticinco… ¡un cuarto de siglo! Me parece muy triste que, en su página oficial de Facebook, la Casa del Caribe actual, esa institución tan dada a colocar bustos, celebrar velorios y presentar fundadores apócrifos, no señale esa condición primigenia para Rafael Duharte y liquide su muerte con apenas dos vertiginosas líneas: “trabajó como jefe de departamento de investigaciones (sic) y luego como subdirector en la Casa del Caribe”. Dos líneas para sepultar un cuarto de siglo. Debe ser un récord mundial de frugalidad informativa.
Cierto, hay muchas
formas de morir. También de matar.