Si ser auténtico –uno mismo y no otra cosa– es una aspiración suprema del humano, el santiaguero Jesús Cos Causse (1945-2007) alcanzó esa condición por cuadruplicado: Fue auténticamente
negro, poeta, caribeño y amigo. Dormido o despierto, sobrio o borracho, triste
o alegre, Cos era un espíritu de libertad en su versión más desaforada, un
carácter informal hasta la iluminación, alguien dotado con la sinceridad de
prometer lo que no cumpliría jamás, y al mismo tiempo un desborde de sensibilidad. La más vívida
representación del alma caribeña, en fin.
Un día, ya avanzados los años setenta, el negrito fino y nervioso que era
Cos Causse desembarcó en Pekín como parte del intercambio cultural entre China y
Cuba, países hermanados por esa época en la aspiración de construir un socialismo tan real que terminó haciéndose imposible. Lo
esperaba en el aeropuerto un edecán asiático, bajito y sonriente que, apenas
presentado, lo llevó al hotel y le mostró el estricto programa de trabajo que
cumplirían durante la visita del camarada escritor caribeño.
Sobrevinieron entonces dos agotadores días de recorrer fábricas,
escuelas, monumentos históricos y escuchar al edecán cuatro veces por minuto decir
que toda aquella maravilla de estudiantes recitando poemas de José Martí en una
lengua incomprensible y obreros de enigmáticas sonrisas era la obra genial del
camarada Mao. Al tercer día, apenas amaneció, unos suaves toques perturbaron la
puerta de la habitación. Tras abrir, un soñoliento Cos Causse observó a dos
hombres que cargaban una pesada caja y supo por boca del edecán el tamaño honor
del que era objeto al recibir como regalo las obras completas del camarada Mao
Tse Tung. Una vez solo, mientras circundaba aquella caja inmensa como el
desconsuelo, el negrito con apariencia de Quijote isleño se dijo que aquello
estaba yendo demasiado lejos y era necesario hacer algo urgente.
Caribeño de punta a punta como era, decidió que había llegado la hora de apelar al
cimarronaje ladino, ese de rebeldía silenciosa que, sin necesidad de apalencarse, termina por apropiarse las armas del creído dominador.
Ese atardecer, luego de aliviar con un baño las tensiones de su desencuentro
con un taller de escritores noveles chinos pertenecientes a una unidad militar, Cos
Causse se paró frente a la caja y dijo de la forma más despaciosa posible para
cuidar que las deformaciones típicas de los micrófonos no entorpecieran aún más
la comprensión de su español tartamudeado: «Pero ven acá, ¿y esta gente no bebe alcohol? ¡Qué ganas
tengo de darme un trago!»
Media hora después, durante la cena, el edecán le informó que las instancias
superiores deseaban obsequiarle una botella del mejor alcohol de arroz
elaborado en el país. El objetivo no podía ser más noble: favorecer la cabal comprensión
de la cultura china por parte del escritor visitante, gesto que se vería acentuado
por el hecho de que el personal del hotel le rellenaría la botella cada vez que esta se vaciara.
A partir de ese momento, el diálogo entre el poeta cubano y las obras del
camarada Mao fue haciéndose más y más próximo. Apenas levantado a la mañana
siguiente, Cos Causse le reclamó: «¿Y esta gente no me va a dar viáticos? ¡Coño, qué tacaños son!» Al momento de recogerlo para cumplir el
programa del día, el edecán le hizo entrega de unos yuanes que casualmente las altas instancias habían
decidido asignarle para que los usara según mejor creyera. Alentado por esa nueva
victoria, en la noche el poeta se quejó frente a la caja: «Estoy cansado de que me lleven a todas partes.
¡Cómo me gustaría caminar solo, ir adonde me dé la gana!» Y casualmente,
esa mañana el edecán le informó durante el desayuno que, siempre respetuosas de
la libertad individual, las altas instancias habían entendido
pertinente suspender las actividades programadas para los días restantes y
dejar que el hermano escritor cubano conociera por sí mismo al pueblo del
camarada Mao.
La noche antes del regreso, Cos Causse se despidió de la caja según la
tradición más caribeña, siempre equívoca y deslizante. Le dijo: «¡Qué viaje tan
extraordinario! ¡Cuánto he aprendido junto a mis hermanos chinos!» Y a las tres de la
madrugada, dos horas antes del momento señalado por el edecán para recogerlo,
se largó en un taxi hacia el aeropuerto. Feliz avanzaba el poeta en la
madrugada, tironeándose con suavidad la barbita rala, de vuelta al Trópico con la
correspondiente pacotilla y tres botellas de alcohol de arroz para
impresionar a los socios de tragos. Y todo gracias al espléndido éxito que,
para la correcta supervivencia, había tenido su diálogo con las obras completas
del camarada Mao, convenientemente olvidadas en la habitación del hotel.
Pero si la cultura china ha llegado a ser milenaria, se debe precisamente
a su tozudez. Cuando ya el poeta cubano despachaba el equipaje en el counter de Aeroflot, escuchó unos gritos
que clamaban «¡Camarada
Jesús, camarada Jesús!»
Y al volverse, vio a dos
hombres que corrían hacia él cargando la conocida caja, al parecer más pesada que el
infortunio, mientras el edecán le decía entre sofocos: «¡Camarada Jesús, olvidaba usted las obras del
camarada Mao! No podíamos permitir que usted sufriera tan enorme pérdida». ¿Había
en la sonrisa mansa del hombrecito asiático un brillo de ironía o fue solo la
apreciación –¿engañosa,
fugaz?– del bardo caribeño? Ese es un misterio que, me
temo, nunca llegaremos a dilucidar.
Bueno, sí podemos imaginar la cara de azoro con
que el negrito fino abandonó el aeropuerto José Martí, en La Habana, a marcha
forzada y sin mirar hacia atrás, no fuera a ser que algún oficial de Aduanas le
preguntase si tenía idea de a quién pertenecía la caja enorme que giraba desconsolada
sobre la correa del equipaje. Más o menos –a lo mejor menos que más– así contó la anécdota el poeta, y ahora
que lo recuerdo sentado en el patio de la Casa del Caribe, con el trago en una
mano y el cigarrillo humeante en la otra, dudo si la historia fue en China o en
Corea del Norte, si el involucrado fue Mao Tse Tung o Kim Il Sung. Aunque en el
fondo el dato carece de relevancia ante las blandas morosidades de la
tenacidad que cuajaron el ser caribeño del poeta Jesús Cos Causse, ¿no creen?
Si
un caminante…
A
Joel James Figarola
Si
un caminante toca a tu puerta
ábrela
con precaución, porque puede ser
el
fantasma de un forastero escapado del recuerdo.
Si
un caminante toca a tu puerta
ábrela
y piensa en el amor, porque puede ser
una
víbora vieja cuya próxima víctima será la primavera.
Si
un caminante toca a tu puerta
ábrela
y reza un Padrenuestro, tose hasta asustarlo.
Enciende
una vela y un pedazo de pan, porque puede ser
un
mendigo moribundo con hambre de luz y de sangre.
Si
un caminante toca a tu puerta
ábrela
y ciérrala rápidamente, porque puede ser
la
muerte disfrazada como un ser humano,
errante
y envidiosa, con la guadaña escondida en los ojos.
Si un caminante toca a tu puerta
ábrela
con un crucifijo en la mano, porque puede ser
el
Demonio y sus cómplices y un círculo de fuego.
Si un caminante toca a tu puerta
ábrela
e invítalo a pasar, sea quien sea,
coloca
tu corazón sobre la mesa,
esgrime
la vida como una espada
y
se convertirá en un caminante ya sin caminos,
regresando
con sumisión
a
su tranquila morada en la eternidad.
Jesús Cos Causse, del libro
póstumo Crónica del crepúsculo.
Extraordinario relato maeño.
ResponderEliminar¡Cómo mimas a tus lectores, Pequeño!
Gracias, Luis. Ponte cerca y echamos una parrafada.
ResponderEliminarQue buena historia la de Jesus....Saludos..
ResponderEliminarPeque, según testimonio de otros vates lugareños que compartieron el viaje y del propio Coscosito, fue en Corea, no en China, donde ocurrieron los hechos que recreas con excelente sentido de la memoria y del garbo del Quijote del Caribe. Así me lo ha hecho saber también Ivonne, la primera vez que nos lo contó en la Casa. No es lo mismo,pero es igual.
ResponderEliminarGracias, hermano. Lo sé, incluso introduzco el asunto al final. Pero (tratándose de Cos, con el que nada estaba seguro) me pareció bueno alimentar esa aureola de duda, de inseguridad que al mismo tiempo le da un toque de ficción al recuerdo. Por otra parte, es una suerte de venganza cariñosa contra Cos, por algo que me hizo una vez y de lo que, estoy seguro, todavía debe estarse riendo en el paraíso de los poetas. Pero esa historia tengo que contártela personalmente, cuando nos veamos. Un abrazo.
ResponderEliminarConocí esa anécdota por la boca de Alejandro Fonseca, que era un anecdotario ambulante. Gracias hermano por recordármela.
ResponderEliminarPequeño, usted es grandísimo. Gracias por darme a conocer a Jesus, bueno el poema, dejó abierta las puertas para él.
ResponderEliminarGracias, Javier y Teresa. Cos fue un gran poeta, alguien que nació para hacer poesía.
ResponderEliminarMuy bien, muy muy bien. Gracias Pequeño.
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