El policía está confuso. No puede entender
que yo haya hecho una maniobra casi suicida entre los vehículos que se
disputaban el semáforo de la 27 de Febrero con León Jimenes, que haya estacionado
en un lugar indebido y haya retrocedido dos cuadras a pie… ¡solo para comprar
una escoba! Cuando le explico que un equipo de especialistas en el Centro León
lleva dos años investigando las escobas dominicanas con la idea de hacer una
exposición, él parece no estar seguro en torno a qué sería más apropiado: Si
ponerme una multa o llamar al manicomio.
En una época idiotizada por la fugacidad y
la apariencia, lo humilde encuentra cada vez menos aprecio. El partido que
disputan Djokovic y Nadal en la final del Roland Garros no es un
juego de tenis; qué va, es la porfía del año. Ese encuadernado de papel, cartulina
y tinta no puede ser ofrecido como un libro común y corriente; no, es la novela
que trazará los nuevos destinos de la literatura en el país. La tarjeta de
crédito que el banco insiste en proponerme no es un rectangulito plástico que facilitará
mis transacciones; imposible, representa la clave que pondrá al mundo de
rodillas ante mi solvencia.
Vivimos según los códigos de la publicidad,
donde solo cuenta lo excepcional, lo inmejorable y lo único; donde mentir está
justificado si contribuye al figureo. El resto de las cosas es irrelevante. Cuando
esa frustrante operación se asimila como ética colectiva, la existencia social
termina siendo una turbia carrera de caballos: No basta con leer a un autor que
me gusta, este tiene que ser el mejor escritor vivo en lengua española; la
calidad de una canción se mide por la cantidad de Grammys que haya obtenido su
intérprete; el elevado que el Gobierno construye con mis impuestos y para
beneficio de los contratistas es el símbolo del progreso. Y así sucesivamente.
La filosofía del espectáculo siente una
vocación irreprimible por lo grandilocuente. ¿Una escoba?, ¿quién puede preocuparse
por una escoba? No importa si ese modesto utensilio acompaña al ser humano
desde su nacimiento como especie y es uno de los pocos enseres domésticos que
ha soportado a pie firme el aquelarre tecnológico de las últimas décadas. Tampoco
importa que hasta la más anodina escoba ponga en evidencia un intenso diálogo
entre el patrimonio natural, los retos de la vida cotidiana y la creatividad
social. Ni siquiera importa que desde los tiempos más remotos la humilde escoba
haya servido para expresar nuestras esperanzas y nuestros miedos a través de un
imaginario repleto de refranes, expresiones, canciones, creencias, supersticiones,
adivinanzas, juegos… A los ojos de la estimativa contemporánea carece de
glamour.
Quienes creen en el valor de esas nimiedades
van siendo una especie en extinción. Pueden pasar una mañana tratando de
explicarse cómo es posible que las ropas y los objetos atrapados en una
fotografía de hace cuarenta años sigan envejeciendo (la calidad y limpieza de
la tela, la textura de las paredes, etc.), mientras las personas mantienen la
apariencia del momento en que se captó la imagen. Se desvelan en la madrugada,
inquietos por la posibilidad de que sin saberlo vivan dos existencias paralelas
y misteriosamente distintas: una durante la actividad consciente y despierta;
otra en el ingobernable inconsciente de los sueños. Hurgan en la madeja de
gesticulación y homenajes con que la práctica política teje a diario sus
símbolos apócrifos y se afanan por encontrar en los héroes ese detalle falible
y humano que los hace realmente héroes.
Pendejadas, menudencias sin aplicación práctica.
La escoba que compré mediante la peripecia narrada al principio fue tejida reciclando
las cintas plásticas que se emplean para amarrar las cajas en zona franca. La
belleza e ingeniosidad de su confección, además de admirables, son un intento por
adaptarse a las necesidades del presente, el desesperado braceo de una
manufactura artesanal con siglos de tradición que trata de sobrevivir sin apoyo
del Estado frente al mangoneo de la ganancia fácil, la arremetida industrial y
la apertura indiscriminada de los mercados. Son decenas, cientos de miles de
personas abandonadas a la pobreza, sin más aliado que una riquísima cultura en riesgo.
De ese tamaño es el conflicto que puede revelar una simple escoba.
Aunque a diario caminan kilómetros por las
calles de Santiago proponiendo su mercancía, la anciana y el muchacho a quienes
compré la escoba nunca alcanzarán a pasar por la alfombra roja. El
policía, que seguramente es tan pobre como ellos,
tampoco entiende por qué hay que preocuparse tanto por una escoba que venden
dos personajes anodinos en plena vía pública. Qué pena…
Foto del autor.
Excelente. Lo disfruté en toda su extensión. Tremendas disquisiciones. Y sobre todo, un gran contenido que no te suelta. Hay un hilo conductor, a veces infinitamente delgado, que te permite alejarte y luego volver al halago de la pendejada. Conmovedor sentimiento social. Yo también tengo gran parte de mi vida en una escoba, muy a pesar de toda la tecnologia. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a ti, Claudio. Quizás el mayor secreto de la existencia contemporánea radique en no alejarnos de las cosas aparentemente humildes y pequeñas. Un abrazo.
ResponderEliminarMUCHAS GRACIAS PEPE, DEBERÍAMOS TENER UN TEXTO ASÍ TODOS LOS DÍAS, LISTO PARA CONSUMIR EN EL DESAYUNO, COMO UNA VITAMINA MÁS, O TAL VEZ COMO LA ÚNICA QUE DE VERDAD NECESITAMOS. TAL VEZ ASÍ, HUBIERA MENOS PENDEJO FOSFORESCENTE CON QUIEN LIDIAR EN CADA MINUTO DE ESTA HERMOSA Y JODIDA VIDA... JSG
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