Pronto hará
cuatro meses que el papa Benedicto XVI visitó Cuba, en medio de crecientes
acercamientos entre la alta jerarquía católica cubana y el Gobierno de ese
país, hasta no hace mucho rivales enconados. Como era de esperar, la presencia
del Sumo Pontífice en una isla cuya situación política genera puntos de vista
extremos exacerbó a tirios y troyanos. De mi parte, mientras veía a mis
coterráneos arracimarse en las calles para saludar al insigne personaje, no
pude sino recordar una curiosa ironía que por décadas me ha picado la atención.
El gobierno que se
estableció en Cuba al institucionalizarse la revolución de 1959 no solo se
declaró ateo y discriminó a los creyentes, sino que también sostuvo dilatadas y
en ocasiones violentas desavenencias con varias denominaciones religiosas, en
particular con la Iglesia Católica. Sin embargo, y en aparente paradoja, la
estructura que resultó del maridaje entre ese proceso revolucionario y el
modelo socialista soviético, una vez llegada la segunda mitad de los años
sesenta, copió muchas de las pautas simbólicas y procedimentales de los
sistemas religiosos. Veamos si no.
Semejante a cualquier
religión, el núcleo que dio sentido a la estructura político-social revolucionaria
fue un dogma de fe mediante el cual nación, patria, cultura y sistema político fueron
presentados como una unidad indisoluble que, se decía, era la única forma de
salvar al país. Esa verdad no necesitó demostración ni admite cuestionamientos.
Hacerlo significa un atentado contra la causa, un sacrilegio, como ocurre en toda
religión cuando se someten a la cruda razón crítica sus
pilares teológicos. Los matices se cerraron: Dentro de la revolución, todo; fuera
de esta, nada. Igual proceden casi todos los credos religiosos: Cada uno se autodesigna
como proveedor exclusivo de la salvación eterna para sus fieles. ¿El resto de
la humanidad? ¡Al infierno!
Para las
religiones es bastante fácil sostener la pertinencia de una formulación
simbólica como esa, pues el alma de los seres humanos siempre está corriendo
grave riesgo de perderse en medio de las disyuntivas y las tentaciones que
planteará un futuro desconocido e inquietante. En el caso de un sistema
político, el asunto es más complicado. La solidez de tal propuesta depende por
completo de que realmente el país esté en perpetuo e inminente peligro de
sucumbir bajo una amenaza, mucho más si es foránea. Esto explica la manera en
que el Gobierno cubano ha buscado validarse a través de una confrontación sin
opciones con los Estados Unidos. Más difícil de entender es cómo el grueso de
quienes adversan al sistema político de la isla no se ha percatado de que la
respuesta violenta, obcecada y frontal propicia una justificación y, a través
de esta, favorece el equilibrio interno del mismo estatus quo que se pretende
combatir.
Por otra parte,
para actuar como tal, un dogma de fe requiere ser sustentado a partir de un
estado divino incuestionable. El papel de dios, para el caso revolucionario cubano,
fue asumido por un mesías verde olivo hecho de inteligencia versátil, guapería
caribeña, liderazgo machista y marrulla de barrio. No fue una deidad que
naciera de sí misma; se declaró descendiente de un apóstol decimonónico que,
según parece, tuvo las mejores dotes para la premonición. La nueva palabra mítico-revolucionaria
cobró, pues, incontrovertible materia de consigna: “Te lo prometió Martí y
Fidel te lo cumplió”. Pero como el dios (esa infinita superioridad) no puede
ser imitado, se hizo imprescindible poner en escena un delirante culto por los
héroes y los mártires (palabra de fuerte vinculación cristiana) que, entendidos
como modelos, terminaron por emular el hieratismo del nutrido santoral católico.
Tomando en
cuenta que los apóstoles de pensamiento profundo no abundan por estas tierras
dadas a la lascivia y el goce de lo inmediato, fue necesario adoptar a Marx,
Engels y Lenin, cuya compleja formulación materialista-dialéctica, una vez traducida
en manuales para lerdos, demostraba científicamente la existencia del infierno
y el paraíso. El primero era el capitalismo, simbolizado en clave suprema por
un imperio norteamericano que, dicho sea de paso, se ha esforzado hasta la
tontería en cumplir su papel de diablo contradictor. El paraíso, no faltaba más,
era el socialismo que pariría al hombre nuevo, material y espiritualmente pleno,
que no necesitaba morir para alcanzar la gloria de la justicia social. ¿Alguien
quiere mejor oferta?
La virtud y el
comedimiento que la religión compensa con la promesa de una vida eterna fueron
sustituidos por la fidelidad ciega a la causa y la delación mutua; la confesión
y los avemarías que limpian pecados encontraron su homólogo en la autocrítica y
el trabajo “voluntario”; a la contención, el respeto y el temor de Dios, se
prefirió la adhesión y los silencios oportunos que permitían mantenerse dentro
de la vanguardia revolucionaria; el remordimiento que consume a los pecadores se
convirtió en exclusión, ostracismo y exilio para quienes pretendieran plantear
una opción diferente; y así una penosa colección de dobleces que separó
radicalmente a los miembros de la sociedad cubana y ritualizó su cotidianidad hasta
convertirla en una liturgia tan reiterativa como la propia misa católica.
La estructura
política y social revolucionaria reposa sobre un tupido sistema de símbolos diseñados
en torno a la vocación mesiánica, el temor a ser excluido y la adhesión
emocional. Lo mismo que cualquier religión más o menos estructurada. Su intensa
confrontación con los sistemas mágicos y/o religiosos nacionales luego de 1959 fue
un pulseo con entidades de estructuras parecidas para disputarles el dominio sobre
las almas de los cubanos, un poder que el Gobierno revolucionario no iba a
compartir con nadie (ni la familia, ni la religión, ni los grupos de
pertenencia que propicia la sociedad civil, etc.), aupado como entonces estaba por
la popularidad nacionalista, las promesas de un mundo no solo distinto sino
también mejor, la solidaridad internacional y los recursos soviéticos.
Que ese sistema
de símbolos ha sido exitoso, lo demuestra el hecho de que hasta los enemigos
del régimen establecido en Cuba por más de medio siglo actúan bajo su influjo y
reaccionando según la mejor conveniencia de los gobernantes cubanos. A pesar de
lo que indica una dilatada experiencia, siguen apostando por una confrontación despiadada,
sin matices, que niega de plano algún valor a todo lo ocurrido en Cuba luego de
1959 y aporta una importante cuota al equilibrio interno de la actual y agotada
estructura político-social de la isla. Frente a esa intolerancia que se
pretende oponer a la intolerancia revolucionaria, el cubano de a pie, agobiado
por las penurias, desencantado, sin acceso a una información plural y envuelto
en una lucha tremenda por sobrevivir, tiene todo el derecho a ser cuidadoso
antes de apoyar a unos opositores que le son continuamente presentados como los
diablos que arrasarán con el país una vez cambien los actuales y sempiternos
gobernantes.
Quienes en la emblemática calle
8 de Miami trituran con aplanadoras discos de músicos por el solo hecho de actuar en la
isla pueden desgañitarse aclarando que es nada más un gesto simbólico. El que
dentro de Cuba bracea buscando salvar lo poco que le ha dejado el despeñadero
revolucionario está obligado a ser cauteloso ante tanta saña y sentirse muy
poco inclinado a investigar cuán simbólico o literal sería ese aplanamiento en
caso de que la situación cambiara en su país. En este caso, funciona aquello de
“vale más malo conocido que bueno por conocer”.
Por eso apoyo cualquier
propuesta de diálogo, no importa quién la haga. Lo que ocurre es que hay
distintos tipos de diálogos: unos decorosos, otros no tanto.
Hoy las
circunstancias son bien distintas a las que en los sesenta permitieron en Cuba
el diseño de una estructura política absolutamente centralizada y de férreo
control social: No hay guerra fría y bipolar, ni campo socialista aliado, ni
Unión Soviética que pague las cuentas, ni posibles sueños por cumplir… Solo
queda en la isla caribeña una economía destruida, un grupo de dirigentes envejecidos,
una legión de promesas incumplidas y una barbaridad de consignas agotadas, que
se diluyen en la rutina y la doble moral desgastante.
¿Por dónde
podría comenzar a hacer concesiones el Gobierno cubano para buscar nuevos
aliados con el fin de sostener el equilibrio interno sin tocar la esencia del
sistema? Pues por su semejante, la Iglesia Católica. Para esto, solo se
requiere olvidar a miles de muertos, perseguidos, encarcelados, expulsados de
centros de estudio y trabajo, obligados al exilio… en fin, montones de vidas
rotas por el simple hecho de ser creyentes. Pero, ya se sabe, nada es realmente
importante si está en juego el poder, y esa es otra coincidencia entre los
dirigentes cubanos y la alta jerarquía católica dentro del país. Lo prueba la
historia.
En todo esto
pensé mientras veía a los cubanos mover banderitas a lo largo de Carretera del
Morro, en Santiago, para recibir al Papa, como tantas veces antes las han
movido “voluntaria y entusiastamente” para celebrar a jefes de Estado que apenas
conocían. Pero sobre todo cuando leí el cartel que agitaba una señora; decía: “Mi
trabajo es creer y aferrarme a la fe, el de Dios es hacer milagros”. ¿A cuál dios
se estaría refiriendo?
Foto del autor.
Foto del autor.
Excelentem amigo mío, un abrazo...
ResponderEliminarPara ti, Querejeta. ¿Sabes? Nunca he olvidado la historia que nos contaste una vez a Jorge Luis y a mí de cuando buscabas trabajo inútilmente en Holguín. Es algo que recuerdo todo el tiempo.
ResponderEliminarMe encanta que establezcas la relación un tanto peligrosa, estamos rodeados de esquizofrénicos, de gente que no puede ver diferencias entre el concepto de fe y de poder. Gente que necesita que algún mesías piense por ellos y les meta el brazo hasta el codo, ¡que bueno! estarán bien sujetos.
ResponderEliminarSi, Pepe es un excelente amigo, también lo abrazo, luego leo el artículo y te comento.
ResponderEliminarTremendo texto de entonces Peque, y creo que esta vez, está visita del ministro de Dios, supera la estulticia del anterior.
ResponderEliminarGracias.
Félix Luis Viera