Foto: Rodolfo de la Fuente
Para
Haydee López Peliquín, donde esté.
Digamos que se llamaba Nube. Era
delgada, de grandes ojos pardos y fumaba sin descanso, pero lo que la sitúa en
este recuerdo es el acto de escribir. Literatura, quiero decir, Nube escribía
poemas que los maestros aplaudían y a veces eran publicados en revistas y
periódicos. Y se leían además en los actos patrióticos.
En fin, si alguien en la escuela pronunciaba palabras como inspiración o
escritor, todos pensaban en Nube.
Y exacto ahí entro yo. Para un
adolescente que soñaba con ser escritor sin un solo antecedente familiar en tan arduo asunto, ver que alguien apenas un año mayor escribía literatura y hacía
públicos sus textos con semejante desenfado era, como poco, alentador. Los escritores
no solo estaban en los olorosos libros o en las clases de literatura para justificación
de un maestro que, hastiado de sí mismo, enumeraba las “características” de esta época, aquel
movimiento o la otra generación. No, también podían tener un delicado cuerpo
humano, y andar con ligereza de nube por los pasillos de la escuela, y mirar
las cosas de todos los días como si el mundo cupiera dentro de su asombro, y
fumar como locos, y (más, más importante) escribir versos con las mismas
mundanas palabras de decir ¡qué tronco de calor hace, caballeros!
Nube, como puede suponerse con
muy poco esfuerzo, aspiraba a estudiar literatura, de modo que a punto de
finalizar el pre pidió la carrera y su escalafón académico se la permitió:
Licenciatura en Letras. Y entonces, inopinadamente, la llamaron a una reunión. El
país necesitaba defectólogos y pedía que Nube renunciara a la carrera de Letras
y fuera a estudiar Defectología en la Unión Soviética. Ella argumentó, estaba
segura de que enseñar niños con dificultades especiales era una hermosa tarea… para
quien tuviera esa vocación. Ella quería ser poeta, no maestra.
Pero el país no entendió. En el
reino de los obreros y los campesinos, ser poeta pasaba por no sentirse alguien especial
ni creer que se pertenecía a una élite intelectualmente superior, ni muchísimo
menos que por escribir versos uno adquiría carta de crédito para ponerse fuera del
juego cuando le diera la gana. Nada de eso, que Nube recordara lo ocurrido en
La Habana un tiempito atrás con aquel poeta que se había orillado de la
historia y convertido en enemigo del pueblo.
Con su acostumbrada
determinación, el país dio tres días para pensar, setentaidós horas en las que
Nube se ahogó bajo el peso de dos argumentos como peñascos: el país que le propiciaba
estudios gratuitos era el mismo que ahora necesitaba su cooperación y, muy por
encima de todas las cosas, ella era militante de la Juventud Comunista, parte
de una vanguardia lista para dar un paso al frente cada vez que la patria lo
solicitara. Y la patria, qué duda había, eran aquellos dirigentes ante los que
Nube renunció por fin a su carrera de Letras para aprender ruso e irse a estudiar
en la Unión Soviética.
Ahí la perdí de vista por más
de diez años.
Una mañana iba de camino a la
Casa del Caribe, en Santiago de Cuba, y a la salida de la Plaza de Marte
tropecé con Nube. Debió ser en 1984, quizás 1985, y sentí una enorme alegría al
verla. Se había transformado en una señora joven y todavía delgada, con la
misma expresión de asombro en los grandes ojos pardos, aunque ahora un par de
arrugas pusieran entre paréntesis su risa de dientes asediados por la nicotina.
Nos actualizamos: ella vivía en Santiago, se había casado, tenía dos niños en el
trayecto de los seis a los ocho años, y trabajaba en un círculo infantil.
Hacia el final de la
conversación, cuando se iba haciendo obvio que las respectivas obligaciones no
nos permitirían seguir interrumpiendo por mucho más tiempo el paso en la acera
de la avenida Victoriano Garzón, le informé que cada quince días, los miércoles,
un grupo de amigos nos reuníamos a debatir sobre literatura. No era un taller
literario oficial, éramos solo amigos de confianza que se habían escogido entre
sí para leer textos e intercambiar. ¿Por qué no se nos unía el próximo
miércoles?
A Nube se le cansó la sonrisa.
—Te lo
agradezco pero no, ya no pertenezco a ese mundo. No creo que a estas alturas encuentre
fuerzas.
Y lo dijo con
la perpleja tristeza que casi siempre dejan las nubes al marcharse.
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