Ocurrió a finales de los sesenta. Cerca de
Jiguaní, en Cuba, se construyó un curioso complejo para dirigir la zafra
azucarera en la provincia de Oriente. Lo novedoso de la instalación radicaba en
que, además de oficinas, salas de reuniones, almacenes, centro de estadísticas,
etc., contaba con áreas especializadas para entregarse a la lectura, la
creación artística y la práctica deportiva. Quienes allí laboraban –dirigentes, burócratas y
profesionales; secretarias, choferes y mensajeros– debían dedicar parte de su tiempo a tan edificantes
actividades. Los ideólogos de la política cubana confiaban en que un día la
humanidad miraría con asombro hacia aquel agreste punto del planeta porque allí
se incubaba el hombre integral: incansable trabajador, sagaz para las lides del
pensamiento, artista innovador, valiente patriota y tenaz competidor. Todo eso
junto y para envidia de los dioses.
Un delirio semejante parece estar creando ahora
mismo el desarrollo tecnológico que nos deslumbra. Libros digitales; softwares
para la edición, diseño y diagramación; abaratamiento de los sistemas de
impresión; posibilidades inauditas de promoción a través de blogs, redes sociales,
etc.; plataformas para que usted mismo publique sus libros
en Internet, tiendas on line; en fin,
una renovación capaz de hacernos creer que los límites no existen y que, por
decreto tecnológico, todos somos escritores, editores, diseñadores,
diagramadores, correctores, publicistas, especialistas en mercadeo y cualquier
otra cosa que fuere necesaria. De ahí a la idea de que los editores son una
especie en extinción, condenada a muerte por el advenimiento del novísimo
hombre integral, va menos de un paso.
A mi manera de ver, el único cambio realmente notable que se deriva de la
nueva circunstancia es la ruptura del monopolio que hasta no hace mucho mantenían
las editoriales en la decisión de qué se publicaba y qué no. Cualquier autor de
no muy cuantiosos recursos puede convertir hoy su original en libro sin esperar
por el visto bueno de un comité de lectura ni por los auspicios de una
editorial. Puede además, si lo desea y tiene tiempo, promocionar su obra,
mercadearla, controlar la venta y cobrar cantidades de dinero posiblemente muy
superiores al por ciento que cualquier editorial le concedería. Es decir, el
autor se convierte en su propio empresario. Pero, hasta ahí, estamos hablando
de autopublicaciones, no de autoediciones.
Editar es otra cosa. Es el proceso especializado
que convierte el original al código específico del libro y le permite dialogar
en óptimas condiciones con los lectores, el mercado y el resto de las
publicaciones. Claro, está también la siempre necesaria corrección
ortotipográfica del texto, pero el trabajo de edición va mucho más lejos. Se
produce a través de una compleja relación entre autor y editor cuyo objetivo es
el mejoramiento del original a todos los niveles: conceptuales, estilísticos,
comunicacionales, etc.; algo para lo cual la experiencia y la perspectiva
externa al acto creativo que porta el editor sigue resultando invalorable. Autoeditarse
sería poder realizar esa labor sobre el original propio y estoy seguro de que,
incluso entre los escritores más profesionales, pocos poseen la aptitud y,
sobre todo, el distanciamiento frente a la escritura propia que exige tal labor.
Como cualquier otro profesional hoy, el
editor tiene que adaptarse a un contexto que cambia con pasmoso dinamismo. En
la misma medida que el código del libro digital se complejiza y el libro impreso
busca recursos expresivos para sobrevivir, se hace más necesaria la
intervención de profesionales en condiciones de propiciar que los discursos exploten
con mayor eficiencia posibilidades comunicativas que hasta hace poco
pertenecían a los más delirantes sueños. El centro del asunto sigue estando
donde siempre. Luego de haber escapado a la tiranía de las editoriales, toca al
autor decidir si quiere que su libro sea un producto bien hecho o un bodrio.
Hace poco, el escritor dominicano Frank
Báez me solicitó un artículo sobre este tema para la revista Global. Tratando de cumplir, me dediqué
a revisar libros “autoeditados” por autores de mi entorno, tanto aquellos que
así lo declaraban, como muchos que escondían tal condición alquilando un sello
editorial fantasma. Salvo contadas excepciones, el resultado fue lamentable. Y
que conste, no me refiero a la calidad intrínseca de los textos –en eso, como
siempre, había para todos los (dis)gustos–, sino al desconocimiento de las
interioridades que forman el código del libro, esos signos, estructuras y recursos
que usted necesita dominar, mucho más si aspira a innovarlos.
Esta reflexión, además, se apuntala en otra
experiencia reciente. Durante las últimas semanas he estado trabajando en la preparación
de mi libro de cuentos “El arma secreta” con el equipo de la Editora Nacional
de la República Dominicana que dirige el poeta León Félix Batista. No sé si de
ahí saldrá un buen libro –al menos, no soy la persona más indicada para juzgarlo–, pero sí puedo
afirmar que será mejor de lo que el original prometía gracias al diálogo del
autor con el equipo editorial, algo que me refuerza una convicción cada vez mejor
añejada: treinta y tantos años ejerciendo como editor no garantizan que editarme
a mí mismo sea la mejor opción.
Volviendo al principio, debo aclarar que
aquel novedoso centro de dirección de zafra ubicado en la zona de El Yarey pasó
a ser tiempo después una escuela de instructores de arte y, si no miente el
cartel que han colocado en la carretera central, es hoy un centro turístico. La
idea de los vacacionistas echados al sol en el mismo lugar donde debió brotar
el hombre integral que el afán político concibiera me refuerza otra convicción esencial:
cada vez que el ser humano ha intentado emular a los dioses, lo único que ha
logrado es distanciarse de sí mismo.
Ilustración: Selfie de la escritora y editora cubana Odette Alonso. ¿Se imaginan si el autor de la cuartilla que muestra hubiera decidido autoeditarse?
Profunda y amena jornada desembocando en disyuntivas distintivas. Si, las tecnologías siempre han movido la capacidad mas importante de nuestro saber. Cuando hombres y mujeres inventaron la "escritura" rompieron los eslabones encadenandonos al olvido. Ese momento dividió nuestra humanidad en históricos y pre-históricos. Los primeros arrebataron la luz divina, mientras los rezagados fueron excluidos de la historia.
ResponderEliminarEstaremos abocados a otra transformación irremediable: el homo digitus ascendiendo hacia el futuro la banda ancha-- mientras el resto sobrevivirá confundido por el ligero peso de la irrelevancia, preservados para adorar los nuevos residentes del Olympus?
José, texpuse un comentario y no me lo aceptó el sistema por ser muy largo. Lo puse en mi blog. TintaRapida.com - Kiko Arocha
ResponderEliminarEso de la auto edición es relativo. Viviendo en Canada, he optado por la autoedición (a través de mi pequeña casa editorial), además de lo un poco sui géneris de mi escritura, con buenos resultados, habiendo sido incluido en algunas antologías nacionales de poesía chilena. Incluso uno tiene la capacidad de distribuir donde quiere. En la última antología en que áparezco, publicada en Chile, "Elogio del bar", solo me llegó un ejemplar. Por otro lado, la editorial chica y la autoedición prmiten la renovación del lenguage literario. Las editorials establecidas no se arriesgan con la novedad. Claro que por otro lado, en la auto edición hay un mar de bodrios.
ResponderEliminarKiko, vi tu texto en Neo Club Press y dejé allá un comentario. Buen comentario el tuyo. Estamos ante el futuro, que se abre a una velocidad anonadante y, en el fondo, lo que mi texto intenta defender es la necesidad del editor profesional. No sé, quizás luego debería escribir algo sobre el código del libro digital, que no es un libro impreso y puesto en Internet para que sea leído en una tableta. El libro digital el otro código, apenas en nacimiento, y precisa de otro tratamiento editorial. Pero eso será para otra. Y estoy de acuerdo con Etcheverry: Ese es el futuro.
ResponderEliminarMagnífico, José. Manejo esta opción hace años y tu artículo me curó del titubeo. Pienso como tú que la era digital ha nivelado el campo de batalla y que el futuro luce cada vez más parejo. Saludos
ResponderEliminarCierto, Lázaro. Son tantas las posibilidades que el futuro insinúa, que se necesita una preparación y, sobre todo, una ética profesional a prueba de cañonazos para salir adelante. A fin de cuentas, la independencia tiene eso: es también una responsabilidad.
ResponderEliminarYo he publicado unos 30 manuscritos en unas cincuenta versiones (sumo traducciones y ediciones en más de una editorial) con una veintena de editores de varios países (Hispanoamérica, Brasil, España, Francia, etc) a lo largo de 32 años. O sea que he acumulado muy diversas experiencias como autor editado. Aparte de haberme evitado erratas, puestas en página fallidas, de contratar ilustradores en muchos casos buenos y de conseguir algunas de mis traducciones, he tenido editores que supieron cumplir la importante función de contraparte, de mirada crítica, que es la más importante del editor en tanto que especialista literario. Otra cosa es la misión del editor en tanto que comercializador, que raramente ha colmado mis expectativas. Por supuesto, también hay editores que me han dado malos consejos, que han tomado decisiones erradas, que se han atrevido a cambiarme alguna palabra sin mi expresa autorización o que me han rechazado libros que en realidad hubieran brillado en su catálogo (como lo hicieron en otros sitios, finalmente). La relación entre el editor y el escritor puede ser más o menos conflictiva, puesto que sus intereses no siempre están en perfecta sintonía. Pero sigo sosteniendo que más vale tener editor que autoeditarse.
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