Séptima estampa mongólica
Mientras más muchachos salían de la escuela a gritar «¡Veneno, chivatón, esbirro!», más piedras tiraba el viejo. Cuando por fin estuvo cercado en el medio de la calle, sin posibilidades de llegar hasta algún portal, Veneno lanzó su último pedazo de ladrillo hacia cualquier parte, que vino a ser la esquina de la cafetería por donde Triplefeo asomaba la cabeza. Le rajó el labio de abajo casi hasta la quijá, y según contó el Guille, por la herida se le salía una lengua larga y prieta que me imaginé en seguida igual a la correa de asentar las navajas del abuelo. «Si nunca han podido ganarle la elección del hombre más feo en los carnavales, imagínense ahora», comentó papito con razón.
Fue un primer día de curso diferente. El director Santiso nos tuvo formados al resistero del sol el resto de la mañana, y esa misma noche Alexis se apareció en el portal de Felito con la noticia de que no habíamos visto a Chiqui en los últimos días porque estaba matriculado en la escuela militar. Ahí mismitico se acabó la bronca; a ninguno de los muchachos le quedaron ganas de seguir discutiendo quién había llegado más cerca de Veneno durante el combate de la mañana. Empezaron a mirarse como si las palabras se hubieran puesto escasas; menos Kinka, que dijo «Es raro que lo tuviera tan escondido, ¿no?»
La cosa es que las reuniones en el portal de Felito empezaron a aburrirse. Los muchachos ya no querían contar sus expediciones por los frutales de El Almirante y tampoco volvieron a enseñar los jabones, las patas de rana, y otro montón de cosas chulas que sacaban de las casas del Nuevo Bayamo cuando eran clausuradas porque sus dueños se iban del país. Fue una suerte que la casita de Veneno diera frente con frente a la ventana del aula y yo pudiera entretenerme por las mañanas vigilando sus movimientos para luego, por las noches, anotarlos en una libreta.
Al principio no resultó muy emocionante. El esbirro estaba casi todo el tiempo encerrado y con las luces apagadas; si acaso, alguna vez abría un poquito las persianas despintadas para comprobar que los muchachos no lo estuvieran cazando desde el techo de la escuela y salir un momento al balconcito o bajar hasta la cafetería. Pero una noche, comparando las anotaciones que había hecho en la libreta, encontré el misterio. Todos los viernes, siempre después que habíamos vuelto del recreo, un hombrecito flaco y con sombrero de yarey subía y le entregaba una caja de cartón medianita a Veneno. ¡Ja!, Perry Mason era un penco al lado mío, eso pensé más contento que el carajo.
Por la noche corrí a compartir mi descubrimiento con los muchachos y encontré que Chiqui también estaba en el portal de Felito. Parecía otro, flaco, pelado al rape y con el pellejo prieto por el sol. No paró de enseñarnos las llaves que había aprendido en las clases de defensa personal ni de hablar sobre las armas que iba a usar en las prácticas de tiro después que volviera del pase. Y mientras daba brincos parecidos a los de Toshiro Mifune, se me iba haciendo como más alto y más viejo… más desconocido… digo yo, porque también pudieron ser boberías mías.
Me quedé sin revelar el descubrimiento, ni esa noche ni en los días siguientes. Los muchachos no aparecieron más por el portal de Felito y en la escuela andaban sin ganas de hablar. Pepín y Alexis me hicieron el caso del perro cuando quise contarles. Estaban molestos de verdad. Alexis porque su mamá había invitado a almorzar dos días seguidos a Chiqui y Pepín porque ya no aguantaba más la pejiguera de sus tíos diciéndole que dejara de perder el tiempo intercambiando muñequitos prohibidos de Tarzán y cogiera fundamento. Con Luisito fue peor. Me apuntó con un dedo a la cabeza y dijo «Tú ten cuidado con lo que hablas, mongo; aquí Triplefeo no es el único que tiene la lengua larga».
Así andaban las cosas cuando llegamos a la noche de la guardia en la escuela. Acabábamos de hacer el recorrido de las once y entramos a la dirección. Primero el Guille, después yo, y al final el director Santiso, que se quitó el cinto con la pistola, lo puso encima de la primera mesa y siguió hasta su escritorio para hacer anotaciones en el libro de incidencias. Yo me entretuve viendo los lomos de los libros de Julio Verne, todos amarillos y apilados desde el piso hasta el techo en el librero del fondo. Cuando di la vuelta para preguntarle al Guille qué era una esfinge, me encontré que Veneno estaba dentro de la oficina, de pie al lado de la primera mesa, y al director Santiso que lo miraba lelo, con la mano del bolígrafo suspendida en el aire, igualito que si un fantasma lo hubiera hipnotizado.
Alguien que fue un esbirro torturador cuando la dictadura debía de tener alguna seña malvada, pensé yo, de ningún modo podía ser aquel viejo con la cara llena de baches y las piernas gambadas mirándonos como si estar al lado de una pistola no importara nada, y que todavía le sobrara razón para comentar de lo más normal «No hay quien duerma esta noche con el calor, ¿eh?» Cuanto más tranquilo se veía Veneno allí de pie, más peligroso me parecía, eso era seguro, y en ese momento yo solo atiné a parpadear en cámara lenta.
Durante el tiempo larguísimo que duró ese cerrar y abrir los ojos, todo alrededor fue una neblina blanca y tan espesa que a Chiqui le costaba tremendo esfuerzo avanzar cargando la caja de cartón medianita donde llevaba enrollada la lengua de Triplefeo, y cuando por fin abrí los ojos otra vez, vi la espalda de Veneno que iba saliendo de la oficina, y oí su voz de viejo cansado decir «Si yo fuera usted, no ponía esa pistola tan cerca de los muchachos». Fue como en el cine cuando le faltaba un pedazo al rollo y la película saltaba de pronto y lo dejaba a uno sin entender el final de la historia, aquella humedad caliente que bajaba empapándome los pantalones.
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