Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

sábado, 27 de mayo de 2023

 

Rafael Duharte Jiménez:
formas de fundar y morir


José M. Fernández Pequeño


Para Rafaelito y Elsa.


Hay muchas formas de muerte. La más común, la que llega tras el último resuello, se ha apropiado del historiador Rafael Duharte Jiménez en Santiago de Cuba. Las manifestaciones de duelo en las redes sociales no se han hecho esperar: hablan de su trabajo como profesor, de sus investigaciones, de sus desvelos en la divulgación de la historia santiaguera… Pero, si deuda grande tienen la ciudad y el país con Duharte, esta pasa por sus esfuerzos en la gestión cultural.

Cuando logramos fundar la Casa del Caribe, en 1982, se nos presentó un problema muy serio: necesitábamos personas capacitadas, que lograran entender el proyecto, pero que al mismo tiempo fueran organizadas. Joel James no lo era, al menos no en el sentido burocrático, ni yo tampoco, ni menos Jesús Cos Causse. Todo el período que antecedió a la irrupción de Las Noches Culturales de la Calle Heredia (1980) y se alargó luego hacia el Festival de las Artes Escénicas de Origen Caribeño (abril de 1981) estuvo repleto de chispazos, impulsos, asombros y descubrimientos. Bajo la capitanía de Joel, nos fuimos encontrando versiones inusitadas de nosotros mismos a través de las igualmente inusitadas expresiones culturales que se mostraban a nuestros ojos, y cada posibilidad hizo visible otra posibilidad, hasta que se creó la Casa del Caribe.

Una institución que pretendía no solo mantener el festival, sino también aunar un tipo gestión cultural poco común con la investigación sobre la cultura popular en el Caribe y crear una revista capaz de expresar todo ese universo de certezas y suposiciones, requería organización. Y en esa encrucijada, nadie tan idóneo como Rafael Duharte, por entonces profesor de Historia en el Pedagógico de Santiago de Cuba. Al momento de abrir la Casa del Caribe, no hubo la menor duda sobre la pertinencia de Duharte para ocuparse del Departamento de Investigaciones. Él nos había ayudado con la organización del evento teórico que nació dentro del festival (El Caribe que Nos Une) y había dejado más que clara su milimétrica capacidad para la organización y su seriedad profesional. Por otra parte, desde hacía años y de manera independiente, llevaba una investigación acerca de la esclavitud en Cuba, con búsquedas de archivo centradas en casos muy específicos y siguiendo los pasos de Pedro Deschamps Chapeaux, un trabajo que hoy puede ubicarse dentro de la microhistoria y la historia regional. Era, al menos por los asuntos de su interés, un investigador no demasiado distante de las líneas que Joel ansiaba desarrollar.

Hoy es difícil imaginar lo que fueron aquellos primeros años de la Casa del Caribe. Al no ser un proyecto pensado por la rígida y centralizada estructura cultural cubana, no aparecía en ningún plan y quedaba sujeto a la administración, siempre renqueante, de la Dirección Provincial de Cultura en Santiago de Cuba. Éramos un extraño caso de propuesta nacida desde la práctica, en la base cultural cubana misma, y que Armando Hart, entonces ministro de Cultura y miembro del Buró Político del PCC, había entendido conveniente apoyar. Esto nos generaba una enorme inestabilidad: la revista Del Caribe, cuyo primer número apareció en 1983, no tenía un espacio definido de impresión y saltaba de poligráfico en poligráfico según un trayecto dictado más por los contactos a nivel de “socios” que por una verdadera planificación productiva; las instituciones intelectuales cubanas cuyo trabajo se relacionaba con el Caribe (algunas tan poderosas como Casa de las Américas) nos miraban, en el mejor de los casos, con suspicacia; tampoco estábamos en La Habana ni teníamos a mano las redes oficiales de comunicación con el resto de los países que forman el Caribe. Pero ya entonces sabíamos que estas dificultades irían desapareciendo con los años y el trabajo. El principal problema era interno y recalaba precisamente en el área de las investigaciones, es decir, aquella para la cual llegó Rafael Duharte. Cierto que teníamos el apoyo de estudiosos e investigadores externos tan disímiles como Olga Portuondo, Gladys González o Ricardo Repilado, pero era necesario un frente de investigación estable dentro de la institución, cuyo trabajo alimentara las acciones de gestión cultural y de publicación.

Era un reto de gran magnitud. Primero, por el objeto de estudio. Puedo decir que, aparte de Joel, ninguno de quienes comenzamos en la Casa del Caribe éramos investigadores de la cultura popular tradicional cubana y, menos aún, caribeña. No lo eran Bernardo García ni Radhamés de los Reyes ni el propio Duharte. Cos Causse, ese ser tan especial, no lo sería jamás. Julito Corbea se situaba en las proximidades del territorio bajo investigación, pero sobre un tema muy específico: el poblado del Cobre y la virgen de la Caridad. Otros lucharon para reconvertirse, como José Millet y Rafael Brea. En cuanto a mí, el asunto era fascinante, pero desde la perspectiva del escritor que entonces soñaba ser. Y luego estaban los métodos. Si Joel fue, sin dudas, el intelectual más importante en ese terreno de estudio durante la segunda mitad del siglo XX cubano, se debe a una aproximación teórica donde resulta imposible determinar las fronteras entre la ciencia, la reflexión filosófica y la creación literaria. Al mismo tiempo, la experiencia de Joel como estudiante de Historia en la Universidad de Oriente, anegada por el marxismo de manual y la actuación de comisarios políticos tan obtusos como implacables, le generó un rechazo absoluto hacia la investigación de corte académico. Echar a andar líneas de investigación fuertes en esas circunstancias fue, ya lo dije antes, un reto.

El punto de equilibrio en proceso tan complicado y tan nutrido de variables diversas, a veces irreconciliables, fue Rafael Duharte, apoyado en su paciencia, su meticulosa capacidad organizativa y su tino para moverse con la brújula de la cordura cerca de ese maravilloso tornado de ideas y coraje que fue Joel James. Pronto el coloquio El Caribe que Nos Une se multiplicó en otros eventos científicos o artísticos, a veces puntuales, como el Coloquio Maurice Bishop in Memoriam o el Congreso Mundial sobre la Muerte, a veces dentro del propio festival, como el coloquio de arqueología que capitaneaba Jorge Ulloa o los encuentros de poesía. Todos encontraron en Duharte, por entonces subdirector de la Casa del Caribe, un organizador equilibrado y lúcido. Viéndolo desde hoy, tantos años después, cuesta entender cómo apenas una docena de personas podíamos llevar adelante todo aquel trabajo. Pero bueno, eran otros tiempos. 

Y aquí me detengo. En la foto que encabeza estas líneas, Duharte y yo estamos en Baní, República Dominicana, junto al cartel que señala el lugar donde nació Máximo Gómez. Es noviembre de 1997 y ya en ese momento he informado a Joel mi intención de radicarme en la República Dominicana cuando regresemos a ese país, en marzo de 1998. Había trabajado dieciséis años seguidos en la Casa del Caribe. No sé cuántos estuvo allí Duharte, pero no fueron menos de veinticinco… ¡un cuarto de siglo! Me parece muy triste que, en su página oficial de Facebook, la Casa del Caribe actual, esa institución tan dada a colocar bustos, celebrar velorios y presentar fundadores apócrifos, no señale esa condición primigenia para Rafael Duharte y liquide su muerte con apenas dos vertiginosas líneas“trabajó como jefe de departamento de investigaciones (sic) y luego como subdirector en la Casa del Caribe”. Dos líneas para sepultar un cuarto de siglo. Debe ser un récord mundial de frugalidad informativa.

Cierto, hay muchas formas de morir. También de matar.

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