El amigo Federico anda triste. Hunde los ojos y pone esa
cara de desolación que da lástima. Cansado de que responda con monosílabos a
mis provocaciones, le brindé un trago. Si algo sé, es que la reserva del Fede nada
más alcanza hasta el tercer Dewars. Vencida esa barrera, me confesó que desde
hacía dos semanas estaba recibiendo un bombardeo de correos electrónicos que le
proponían alargarle el pene. Daba pena escucharlo murmurar: «No me explico cómo
se enteraron».
La sociedad humana amenaza con declarar extinguida la
intimidad. La tecnología y la ambición violentan todos los límites, echan abajo
todos los muros, exponen nuestras más entrañables glorias y miserias. El
espionaje dejó de ser un oficio lleno de misterio porque para fisgar a los
demás ya no se necesita el valor ni el histrionismo de antes. Cada vez que pasamos
la tarjeta de crédito dejamos una huella. Cada vez que compramos en un
supermercado, lo mismo. Cada vez que hacemos una llamada telefónica desconocemos
cuántas personas nos escuchan. Cada correo electrónico que escribimos es un
grito grabado en el muro de la pública consideración. Al final, los gurúes del
mercado y la política saben en qué semanas del año gastamos más dinero, qué tipo
de condón preferimos o cuántas veces nos asomamos al balcón.
Estamos registrados en todas partes y miles de ojos estudian
nuestras más recónditas pulsaciones. Perdido definitivamente el bastión de la
soledad, nos batimos en retirada, tratando de salvar lo muy poco que resta del
derecho a la ausencia. La posibilidad de no estar recibió un golpe terrible
cuando aparecieron los buzones de voz para teléfonos, que nos robaron la
potestad de ignorar quién había llamado cuando nos ausentamos. Pero la sentencia
definitiva llegó con los teléfonos móviles, cuyo vertiginoso perfeccionamiento
ha ido borrando cualquier esperanza de escapar a la apelación ajena.
Avanzando desde frentes comunes, el cerco se completa con las
poderosas armas de Internet: las redes sociales, el chat y etcétera. Cada vez
que te conectas, eres visible; cada vez que recibes un mensaje de texto en tu
teléfono inteligente, el remitente sabe si lo leíste o no. Y lo peor: quienes controlan
esos sistemas tienen la potestad de identificar dónde estás, incluso de revisar
lo que estás haciendo. No hay que ser un pitoniso posmoderno para saber que la posibilidad
de ocultarse dentro de uno mismo será muy pronto un sueño perdido de la raza
humana. Y claro, usted puede decir: «Si no le gusta sentirse así, pues no use
la tecnología o apague el móvil cuando no quiera ser contactado». Ambas son
falsas opciones.
La sociedad es un sistema y funciona como una red de códigos
que son esencialmente culturales. Esa es la razón por la cual al migrante se le
hace tan difícil insertarse en la sociedad receptora, aun y cuando conozca
perfectamente la lengua que esta usa. Quien no adopte los actuales recursos
tecnológicos se convertirá a la larga en un mudo social, quedará aislado del
sistema e incapaz de desarrollar su vida profesional, incluso muy limitado para
criar a sus hijos. Por otro lado, en el actual espectro comunicacional de la
sociedad, apagar el móvil no significa «no estoy» sino «no quiero contestar», y
esos son sentidos muy diferentes. Como el silencio en el intercambio cara a
cara, apagar el teléfono no concede el don de la ausencia. Puede ser un signo de
rechazo, y muchas veces más expresivo que cualquier exabrupto. Piense en las veces
que ha llegado a casa y algún familiar le ha preguntado con cara de suspicacia:
«¿Se puede saber por qué tenías el celular apagado?»
Basta hojear una revista dedicada a la farándula para comprobar
las deformaciones que produce la excesiva exposición pública. ¿Se imaginan lo
que ocurre con la autoestima y la espiritualidad de alguien que se ve obligado
todo el tiempo a ser para los demás, alguien que carece de espacio para la
introspección y el diálogo consigo mismo? Sería bueno averiguarlo mientras
comenzamos a entender que la soledad, considerada por siempre como una de las desgracias
mayores que podía padecer un ser humano, está a un tris de convertirse en un
raro y muy anhelado bien.
Por ahora, una paradoja nos espera al doblar de la esquina. Así
como antes salimos a la calle para reclamar más participación, para exigir
espacios de acción en la esfera pública, quizás tengamos que salir muy pronto a
reclamar protección para nuestra vida privada, respeto para ese simple derecho que
es no estar.
Foto del autor.
Una trágica Verdad, José: Nos estan MATANDO la Soledad !. Ojalá, muchos puedan tener acceso y reflexionar abiertamente en estos apuntes. "Ese simple derecho que es no estar¨, NOS PERTENECE!!!.
ResponderEliminarLo bueno sería que la gente tuviera conciencia de lo que se juega con ese abandono de la introspección. Ni siquiera los defensores del libro en formato de papel se han dado cuenta de que esa es el gran ventaja del libro que, coo lectura solitaria, permite el diálogo del lecto consigo mismo, usando lo que lee como mediación.
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