La primera vez que Víctor Montero entró a mi aula de bachillerato fue para decirnos, antes de haberse presentado siquiera, que la guerra de Troya se había producido por razones económicas y políticas, no porque le hubieran robado una mujer a alguien. En ese momento supe que había otra forma de impartir clases y de entender la erudición. Debió ser allá por el año 1971 y todavía nadie hablaba entre nosotros de construir conocimientos.
Víctor Montero era un actor que dentro del aula actuaba a un personaje llamado Víctor Montero. De cuerpo magro, tenía una voz tan sólida como flexible y una conciencia de sí mismo a prueba de terremotos. El preuniversitario de Bayamo estaba entonces dentro de una escuela técnica, y había que ver cómo aquellos estudiantes de mecánica, tornería y otros oficios semejantes se arracimaban fuera del aula para verlo hablar de Ibsen o Cervantes. Escuchaban (escuchábamos) estupefactos cómo Víctor pasaba de James Joyce a Muhammad Alí, de Julio Cortázar a Chucho Valdez, de Ferdinand de Saussure a José Raúl Capablanca, y ese asombroso tejido de conexiones terminaba siempre mostrando un punto de vista novedoso sobre nuestro presente.
Para lograr esa maravilla de la inteligencia y la intuición, el maestro se preparaba esmeradamente. Igual devoraba los textos más complejos que la colección de revistas Bohemia y Carteles; los discos más difíciles de conseguir que las historias de sus contertulios en el parque de Bayamo… todo le servía. Para lograr esa maravilla de la inteligencia y la intuición, el actor que era Víctor Montero estaba dispuesto a hacer lo que fuera: mentir, mostrarse iracundo, aprender a escribir con ambas manos… cualquier cosa. Cuarenta años después recuerdo con asombro la mañana en que se acostó sobre la mesa para ilustrar mejor cómo un médico desmedido y abusador le había hecho un tacto rectal.
Cierto, Víctor era egocéntrico y podía llegar a ofender, sobre todo porque no toleraba la mediocridad. Pero era también cercano, apasionado, terrenal, bien distinto a aquellos docentes cumplidores que parecían recitarnos desde otra galaxia su clasecita adusta y llena de idealidades. Por supuesto que semejante carga de amor y criterio propios encajaban con mucha dificultad en la unidimensionalidad disfrazada de pureza doctrinal que regía la sociedad cubana de la época. Un par de años después, ya Víctor no impartía docencia en el preuniversitario. Lo habían trasladado a una escuela del Partido Comunista de Cuba, donde era posible controlar mejor sus resabios de hombre brillante. Sin dudas, él no era un formador adecuado para el hombre nuevo, esa entelequia hecha de moralina bobalicona, engaño político y obediencia dogmática que prometió parir el socialismo cubano.
Pasó el tiempo y tantas cosas que lo mejor a veces ha sido olvidar. Sin embargo, cuando nos reunimos quienes fuimos sus estudiantes, aún reímos a carcajadas recordando lo que el maestro dijo o hizo hablando del tal o más cuál tema. Es así porque Víctor Montero no impartía literatura; él era la literatura, y de esa conciencia orgullosa provenía su autenticidad.
Al terminar aquella primera clase y mientras recogía sus notas escritas con una caligrafía perfecta, nos informó que bajo ningún concepto podíamos llamarle profe (“Si usted no le dice inge al ingeniero o coman al comandante, ¿por qué me va a decir profe a mí?”, tronó). Aclaró que toleraría el apelativo de profesor, pero prefería que lo llamaran maestro. Y a renglón seguido aclaró que este término provenía del latín magister, cuyo significado era “lo más alto, quien es mejor en lo que hace”. Así se sentía él cuando trataba con sus alumnos.
Salí del aula aquella mañana sintiendo la incómoda desazón que produce lo nuevo, y confieso que también un poco de decepción porque Homero había caído del olimpo inmaculado donde lo encaramaron tantos profesores antes para terminar siendo un ciego no muy limpio que recorría las ciudades soñando realidades posibles. Pero había una cosa de la que estaba confusamente seguro: Ese tipo entregado, orgulloso de su trabajo hasta el exceso, y al mismo tiempo vivo en su presente era el maestro de literatura que yo soñaba con ser.
PD. Ya escrito este texto, pedí al periodista Eugenio Pérez Almarales alguna foto para acompañarlo. El coterráneo y amigo me hizo llegar varias con la aclaración de que eran inéditas y habían sido tomadas en “una de las últimas ocasiones en las que habló el maestro”. Y aclaraba a renglón seguido: “Algunas imágenes no las podrás utilizar porque están movidas. Es que era difícil sorprender en calma a Víctor Montero”. Tenía más de noventa años.
Foto: Eugenio Pérez Almarales
La verdad que no hay mejor concepto de libertad que el sentirse libre. Muy enriquecido romper con el paradigma mental que me han inculcado del que enseña.
ResponderEliminarClaudio
Este comentario lo envió Juan Salvador Guevara, quien no tiene posibilidades de ponerlo desde Bayamo:
ResponderEliminarPEPE, SI EL VIEJO HUBIERA LEÍDO ESTO, Y QUIÉN SABE SI YA NO LO HIZO DESDE DONDE ESTÁ, PORQUE SERÍA MUY INJUSTO QUE NO PUDIERA LEER, SEA CUAL SEA ESE SITIO DONDE AHORA PERMANECE, ME LO IMAGINO CON ESA CLÁSICA SONRISA DE PICARDÍA SUYA, DICIENDO BIEN ALTO PARA TODO AQUEL QUE PUDIERA ESCUCHARLO: ¡ES ES MI ALUMNO!
Esa es la función de un maestro no enseñar cosas gastadas sino tocar vidas, enseñar para ser criticos, enseñar a pensar más que acumular conceptos.
ResponderEliminarQue hermoso poder recordar a alguien así, como me hubiera gustado tener un maestro de esa indole. Gracias Pequeño por compartir tus experiencias, siempre es un placer leerte.
Muy merecidas palabras para Victor, por decadas toda una institucion de magisterio y cultura en Bayamo.
ResponderEliminarAunque no tuve el privilegio de ser alumno suyo, si tuve la oportunidad de intercambiar ideas con el y asistir a las conferencias o conversatorios que frecuentemente impartia, lo que quizas de alguna manera tambien me convierte en uno mas de ellos.
Recordar a Victor Momtero es recordar a Bayamo.
Lago, Víctor era una cátedra viviente. ¿Te acuerdas las disertaciones que daba en el parque sobre boxeo, béisbol o jazz? Podría recordar quién fue el líder de los bateadores en Grandes Ligas temporada por temporada o exponer una teoría sobre cuál era la zona letal del bate. Víctor era Víctor.
ResponderEliminarAsi era y asi lo recordamos.Vivio intensamente y derramo parte de esa intensidad sobre los circundantes.
ResponderEliminarVale.
Mi reverencia frente a ese infinito Maestro !. Enhorabuena, para ti, josé ! Viviste la realidad de lo que pudo haber sido un sueño !. Grácias por este invaluable texto !!!.
ResponderEliminarGracias a ti, Gabriel, por tu presencia. Víctor es una prueba de cuánto se puede contrinuir si cada quien hace lo suyo en el lugar donde está. El valor de lo que hacemos lo aportamos nosotros. Un abrazo.
ResponderEliminarEs tan "sencillo" como eso, José: Cada quien conformando en su hábitat !. No se porqué lo complicamos tanto !. Reiteradas Grácias y un Abrazo también !!!.
ResponderEliminarFLACO: UN FELIZ DIA ME PERCATE QUE LA VERDADERA GRANDEZA DE LOS HOMBRES RADICA EN VER LA GRANDEZA DE LOS DEMAS. EL MAESTRO TENIA ESO Y TAMBIEN LO TIENES TU. SENTI ORGULLO DE AMBOS AL LEER TU ARTICULO. QUE DIOS LOS BENDIGA
ResponderEliminarVaya, Chino. En lo referido a Víctor tienes razón. En lo referido a mí, te equivocas, aunque me alegra que pienses así. Pero te confieso algo: Con los años he llegado a saber que uno solo puede admirar la gandeza ajena cuando está seguro de quién es y se siente feliz con serlo.
ResponderEliminarGenial,Pequeño, pienso que todos los que conocieron a Víctor Montero agradecerán tus palabras. Le apasionaba hablar de José Martí. Me invitó un día a su biblioteca y me prestó una joya de la literatura pasiva sobre El Apóstol: Símbolo y color en José Martí, del norteamericano Iván Shulman. La perdí y no tuve paz hasta no conocer personalmente a Shulman, contarle la historia y recibir de sus manos un ejemplar de ese libro con una dedicatoria a Víctor Montero, de quien le dije tu verdad: que era para un extraordinario Maestro.
ResponderEliminarGabriel Cartaya
Amigo, pusiste otro ladrillo en la pared de mi felicidad con este recuerdo de Victor Montero. Muchos de los que estabamos cerca de ti cuando Victor se paraba o acostaba sobre la mesa, hoy te agradecemos este inolvidable recuerdo, pero sobretodo disfrutamos felices el haber compartido una saludable juventud con Jose Manuel Fernandez Pequeno, nuestro Pepe escritor que trascendio fronteras. Gracias por Tu arma secreta.
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