Segunda estampa mongólica
Quinito-el-científico tenía plomo
en los huesos, nos enteramos una tarde en la poza del río. Allá nos escapábamos
a cada rato después de Educación Física, y entonces los muchachos competían a
tirarse desde los árboles, a los zapatazos, o a ver quién fondeaba las piedras
más grandes. Menos Quinito-el-científico y yo. Yo me sentaba en un altico junto
al trillo que bajaba frente a la secundaria, mientras él enseñaba a los demás
desde la orilla cómo nadar el estilo mariposa o explicaba lo terrible que podía
ser para quien estuviera sumergido si alguien se ponía a chocar dos piedras
debajo del agua. Los muchachos le gritaban «Venga, tírate», y él siempre
respondía «Na, lo mío es el mar. Si ustedes me vieran en Gibara…»
Como a los muchachos les daba
igual que yo no me bañara –con mucho, alguno me gritaba «No te entretengas, mongo, vigila
por si alguien baja»–, vine a darme cuenta del plan cuando Pepín, Alexis y
Juanito-peste-a-boca salieron aquella tarde del agua haciéndose los vainas y
entre los tres tumbaron a Quinito-el-científico en el suelo. Entonces los demás
salieron también a la orilla. Luisito y el Kinka lo desnudaron, mientras
Manzanillo les decía «Caballeros, dejen eso. Está bueno ya, suéltenlo…» Pero
los otros cargaron a Quinito-el-científico y lo tiraron al agua. Hizo un
plaffffff bárbaro al caer.
Se quedaron todos tan pendientes
del agua enturbiada por el impacto que yo también bajé a ver. En eso me pareció
que pasaron como cinco minutos, y claro que no fue así, nada más el
hombre-anfibio aguantaría tanto tiempo debajo del agua. Cuando por fin el fango
se aquietó, vimos la sombra de Quinito-el-científico gateando por el fondo de
la poza igual que un niño chiquito. No subía, la sombra estaba como amarrada al
fondo, y bueno, era que tenía plomo en los huesos, aunque nosotros en ese
momento no lo supiéramos. Empezamos a gritarnos «Hagan algo, coño, hagan algo»,
pero ninguno atinaba a nada. El único fue Manzanillo, que saltó al agua, se
sumergió hasta agarrar a Quinito-el-científico por el cuello y lo subió a la
superficie.
El profesor Casimiro llegó junto
con el bedel de la escuela mientras Quinito-el-científico todavía vomitaba
debajo de un Júpiter. Escuchó muy tranquilo las explicaciones, nos puso en fila
como si fuera a darnos la clase de Educación Física otra vez, pero en lugar de
mandarnos a trotar agarró un gajo del Júpiter y nos entró a cujazos. Lo hizo
uno por uno, empezando con Quinito-el-científico por dejarse tirar y terminando
con Manzanillo por sacarlo. A mí los cujazos no me dolieron, lo juro, estaba preocupado pensando que los muchachos iban a molestarse conmigo por haber
abandonado el puesto de vigilancia.
Como castigo, tuvimos que
examinar Matemática, Física y Química en extraordinarios. Y todo porque
Quinito-el-científico no avisó antes que tenía plomo en los huesos. Eso lo
supimos aquella tarde en que también empezamos a sospechar que ser héroe no era
tan gran cosa como decían. Ahí estaba Manzanillo. Se había arriesgado para
salvar a Quinito-el-científico y lo único que ganó fueron unos cujazos y tres
finales suspendidas.
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