Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

miércoles, 5 de febrero de 2014

García Ibáñez o la gracia de perder



Hay en la palabra sin intermediarios un estremecimiento que ninguna tecnología puede captar, una intensidad de vida que proviene de su condición efímera. La primera vez que conversé con Roberto García Ibáñez fue en Santiago de Cuba durante los años ochenta. Sonreía cuando dijo: «Ayer me invitaron a un ballet. ¿Y cuánto dura la función?, les pregunté. Dos horas, me respondieron. Ah, pues no voy, les dije, me es imposible estar dos horas callado». Cuando García Ibáñez narraba la historia –la vivida, que era mucha; y la soñada, que era todavía más–, los héroes se desalmidonaban, las actitudes valerosas se encogían hasta endosar la estatura de los seres humanos y los acontecimientos escapaban a la ñoña cantaleta de la patria sublimada para instalarse en las mínimas y complejas circunstancias de los mortales.

García Ibáñez conoció mucho esas mínimas y complejas circunstancias. El 26 de julio de 1953, mientras Santiago de Cuba amanecía y él celebraba los carnavales en El Rancho –por entonces un exclusivo lugar para el esparcimiento a la salida de la ciudad–, escuchó disparos y pensó que eran fuegos artificiales. Al salir el sol se enteró de que habían asaltado el cuartel Moncada y un poco después llegó la policía a su casa de Vista Alegre para ponerlo preso bajo la sospecha de ser el autor intelectual del asalto comandado por Fidel Castro. ¿Las razones? Una inquieta carrera política, que incluía su participación en la lucha contra Gerardo Machado; su amistad y colaboración con Antonio Guiteras; su cercanía a Eduardo Chibás y al Partido Ortodoxo, del que fue representante a la Cámara y donde había trabado conocimiento con Fidel Castro; su oposición irrestricta al golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952; etc.

En el llamado Juicio del Moncada, García Ibáñez fue hallado inocente. Paradójicamente, el triunfo revolucionario de 1959 lo condenó al limbo intelectual. Fue marginado por su condición de burgués y por su notable participación en la política republicana. Para la vertical ortodoxia revolucionaria de aquellos tiempos, él era la representación de un pasado que se buscaba borrar, una mancha que no se avenía con la inmaculada pureza ideológica de la nueva era. Sería necesaria la llegada de los años ochenta –es decir, más de veinte años despuéspara que el escritor, historiador y antropólogo Joel James, desde la Casa del Caribe en Santiago de Cuba, consiguiera el permiso para que García Ibáñez hablara en público sobre aquello que conocía de primera mano: la historia republicana de Cuba.

Pura agilidad mental y sentido del humor, eso era García Ibáñez. Al terminar su primera intervención pública permitida, un joven levantó la mano y comenzó a preguntar diciendo: «Como usted sufrió el capitalismo, yo quisiera saber…» El conferencista lo interrumpió: «Perdón, joven. Otros habrán sufrido el capitalismo, yo lo disfruté». Narrador oral de los grandes, en su voz ligera para el chiste y sabia en inflexiones los protagonistas de la historia nos interpelaban de igual a igual, traspasaban un saber indispensable para vivir nuestras nada excepcionales vidas. Una sola anécdota suya lograba lo que rara vez consiguen los maestros de historia: Hacernos conscientes de que los orígenes son una parte viva y esencial de lo que somos en el presente y seremos en el futuro.

Mucho intentó Joel que García Ibáñez permitiera grabar sus testimonios sobre Chibás y la Ortodoxia en Cuba. Nunca aceptó, ni siquiera bajo la promesa de que no se publicaría una sola letra antes de su muerte. Lo suyo era la palabra viva. Años después accedió a que algunas de sus anécdotas fueran incluidas en un número de la revista Del Caribe dedicado a la tradición oral. Fue, si mal no recuerdo, en 1997 y su memoria ya no era la de otros tiempos. Tres de esas anécdotas –las más breves, que no necesariamente son las mejores– pueden leerse al final de este texto. Claro que, transcritas así, son solo un pobre recuerdo de la voz que en su momento les dio vida.

La última vez que lo vi, el hombre que había sido presidente del Vista Alegre Tennis Club caminaba bajo el sol inclemente de Santiago de Cuba con una jaba de saco de yute en la mano derecha. Regresaba a su casa luego de comprar las vituallas que le asignaba la libreta de abastecimiento. Se detuvo y sonrió como siempre. Me preguntó: «¿Sabes que después de su participación en la fracasada expedición de Cayo Confites contra Trujillo, en 1947, Fidel Castro fue a verme al Club San Carlos para pedirme 50 pesos prestados con los cuales regresar a La Habana? Nunca me los devolvió ni yo quiero que me los devuelva. Prefiero que siga debiéndomelos».

En el fondo, cada narrador oral auténtico es un perdedor ganancioso. Tiene conciencia de que un día su voz desaparecerá y solo quedará en la memoria –igualmente perecedera– de quienes le escucharon. Esa es también su más rotunda victoria, aquello que los hace únicos, originales, irrepetibles. Tal es el caso de Roberto García Ibáñez, que supo perder con inigualable gracia. Murió poco tiempo después de aquel último encuentro nuestro en Santiago de Cuba. Yo no estaba allí, pero hay algo de lo que estoy seguro: Murió sonriendo.

Foto: Roberto García Ibáñez junto al líder de la Ortodoxia cubana Eduardo Chibás. Debo la foto a la amabilidad del poeta León Estrada.

Tres anécdotas de Roberto García Ibáñez

Las balas no curvean

Habíamos organizado un mitin contra Machado en la Alameda, aquí en Santiago, y allí fuimos. Estaban andando los discursos y las consignas, cuando llegó la policía y comenzó a disparar. Pues todo el mundo se mandó a correr. Voy corriendo como un loco y me pasa por al lado un negro enorme que me dice:

¡Doble en la esquina, dóctor, doble en la esquina que las balas no curvean!

Porque te vendiste

Alberto Giraudy fue juez aquí, en Santiago de Cuba. Fue a Bayamo. Él había ido en la campaña presidencial de 1940 defendiendo la candidatura de Ramón Grau San Martín. En 1944 volvió, pero contra Grau. Empezó a hablar:

–En esta misma plaza, en esta misma tribuna dije que Grau San Martín era un grande hombre y que merecía dirigir los destinos de la patria. Ahora, cuatro años después, vengo a decir todo lo contrario. ¿Saben ustedes por qué?

Y grita uno desde el público:

–¡Porque te vendiste, hijo de la gran puta!

Mejor a espada

Una vez, por el año cincuenta, estoy sentado con Eddy Chibás en El Patio, que en aquella época estaba en Prado casi llegando a Malecón. En eso entra Eric Agüero, a quien él siempre nombraba padrino en sus duelos. Después que habla con él, me dice Eddy:

–Chico, estoy preocupado porque tengo un duelo y va a ser a sable. Yo preferiría que fuera a espada.

–Pero tú no sabes un carajo de sable ni de espada –le digo.

Eddy pone la carita de pícaro que ponía en esos casos y me dice:

–¿Tú le has visto la punta a una espada? Parece una aguja de coser. Cuando el contrario vea esa puntica, seguro que se apendeja. Y como yo no veo na, a mí me da lo mismo.

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